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La dictablanda del general Berenguer

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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La dictablanda del general Berenguer

imposibilidad de volver a la normalidad constitucional

La "dictablanda" del general Dámaso Berenguer fue el último periodo de la Restauración borbónica y del reinado de Alfonso XIII. En dicho período hubo dos gobiernos: el gobierno del general Dámaso Berenguer, formado en enero de 1930 para que restableciera la "normalidad constitucional" tras la Dictadura de Primo de Rivera y el que le siguió un año después, el gobierno del almirante Juan Bautista Aznar, que daría paso a la proclamación de la Segunda República Española.

El término "dictablanda" fue utilizado por la prensa para referirse a la indefinición del gobierno de Berenguer que ni continuó con la Dictadura anterior, ni restableció plenamente la Constitución de 1876, ni mucho menos convocó elecciones a Cortes Constituyentes como exigía la oposición republicana.

Alfonso XIII nombró el 28 de enero de 1930 al general Dámaso Berenguer presidente del gobierno, con el propósito de retornar a la "normalidad constitucional". El general Berenguer se había significado por su moderada oposición a la Dictadura y era el más liberal de los tres candidatos que Primo de Rivera había presentado al Rey como sus sucesores al frente del gobierno. Al tomar el poder, el general Berenguer manifestó su propósito de tomar las medidas para volver a la normalidad constitucional anterior al golpe de Estado de Primo de Rivera. El anuncio de medidas liberalizadores fue bien recibido por la opinión pública.

Dámaso Berenguer no era un político y eso hacía prever que la inquina contra el Rey de la vieja política perseguida no iba a desaparecer y que el general carecía de la habilidad estratégica necesaria. Él mismo se quejó de la falta de apoyo por parte de los políticos monárquicos, sobre todo liberales. Pero la vuelta a la legalidad constitucional se hacía de forma tan lenta que hasta se llegó a dudar de que ese fuera su propósito. El general Berenguer se tomó demasiado tiempo para poner en práctica sus nuevas medidas liberalizadoras destinadas a salvar la monarquía. Esta lentitud del gobierno levantó la sospecha de que el gobierno de Berenguer fuera a restablecer realmente la normalidad constitucional.

La prensa comenzó a calificar el nuevo régimen como “dictablanda”. Algunos monárquicos se empezaron a calificar como monárquicos “sin rey”, otros se pasaron al campo republicano (Miguel Maura, hijo de Antonio Maura y Niceto Alcalá Zamora, que fundaron un nuevo partido: Derecha Liberal Republicana. En abril de 1930 Alcalá Zamora solicitaba para España un régimen político republicano, pero esencialmente conservador desde el punto de vista político, social y religioso.

Cosa que ya no era posible simplemente con el restablecimiento de la situación previa al golpe de Estado de 1923, sin tener en cuenta el apoyo real a la dictadura a la que la monarquía quedaba vinculada. Y ese fue el error que cometió el propio rey y su gobierno: intentar volver a la Constitución de 1876, cuando en realidad llevaba ya seis años abolida. Desde 1923 Alfonso XIII ya no era un rey constitucional y su poder durante ese tiempo no había estado legitimado por la Constitución, sino por el golpe de Estado que el rey sancionó. La Monarquía se había vinculado a la Dictadura y ahora pretendía sobrevivir cuando la Dictadura había caído. Los políticos republicanos y "monárquicos sin rey" denunciaron que la dictadura de Primo de Rivera, al violar la Constitución de 1876, había abierto un proceso constituyente.

El general Berenguer tuvo problemas a la hora de conformar un gobierno porque los partidos dinásticos (Partido Liberal-Fusionista y Partido Conservador) habían dejado prácticamente de existir. En realidad nunca habían sido verdaderos partidos políticos sino redes clientelares gracias al fraude electoral institucionalizado del sistema caciquil. La mayoría de los políticos de los partidos del turno se negaron a colaborar por lo que Berenguer tuvo que echar mano del sector más reaccionario del conservadurismo. La Unión Patriótica, el partido único de la dictadura convertida en 1930 en la Unión Monárquica Nacional, se oponía a un régimen constitucional, por lo que tampoco apoyó al gobierno Berenguer. De modo que la Monarquía no tuvo a su disposición ninguna organización política capaz de conducir el proceso de transición.

La agitación la produjo tanto la extrema derecha como la izquierda. El protagonismo de la oposición al Gobierno corrió a cargo de la izquierda y, dentro de ella, de la moderada y no de la extrema. Por estas fechas, en la Unión General de Trabajadores (UGT), sindicato socialista, y en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) predominaba la tendencia antimonárquica representada por Indalecio Prieto. El sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) comenzó su reconstrucción cuando se autorizó su legalidad a nivel provincial.

Pero lo más grave para el régimen fue que las clases medias comenzaron a mostrar un claro distanciamiento hacia la figura del rey, a lo que contribuía la decepción sufrida por un buen número de antiguos personajes del régimen monárquico. Sánchez Guerra declaró que no deseaba servir a señor "que en gusanos se convierta" y que en la Dictadura "el impulso fue soberano"; Ossorio y Gallardo se declaró monárquico sin rey.

EL AUGE DEL REPUBLICANISMO Y EL PACTO DE SAN SEBASTIÁN

La identificación que se produjo entre dictadura y monarquía explica el súbito auge del republicanismo en las ciudades. Las clases populares y las clases medias urbanas llegaron a la conclusión que monarquía era igual a despotismo y democracia era igual a república. En 1930 la hostilidad frente a la monarquía se extendió por mítines y manifestaciones por todas España; la gente comenzó a echarse alegremente a la calle para vitorear a la república.

El republicanismo histórico apenas tenía un verdadero protagonismo y lo decisivo fue que los republicanos dieron muestras exteriores de moderación, lo que les acercó a las clases medias. La totalidad de los intelectuales y una buena parte del ejército apoyaron al republicanismo. Los primeros acudieron a la llamada de una Agrupación al Servicio de la República surgida tras un manifiesto de José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala y que había sido inspirada por el filósofo.

El día 17 de agosto de 1930 tuvo lugar el llamado Pacto de San Sebastián en la reunión promovida por la Alianza Republicana en la que se acordó la estrategia para poner fin a la Monarquía de Alfonso XIII y proclamar la Segunda República Española. A la reunión asistieron según por la Alianza Republicana, Alejandro Lerroux, del Partido Republicano Radical, y Manuel Azaña, del Grupo de Acción Republicana; por el Partido Radical-Socialista, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Ángel Galarza; por la Derecha Liberal Republicana, Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura; por Acción Catalana, Manuel Carrasco Formiguera; por Acción Republicana de Cataluña, Matías Mallol Bosch; por Estat Català, Jaume Aiguader; y por la Federación Republicana Gallega, Santiago Casares Quiroga. A título personal también asistieron Indalecio Prieto, Felipe Sánchez Román, y Eduardo Ortega y Gasset, hermano del filósofo. Gregorio Marañón no pudo asistir, pero envió una "entusiástica carta de adhesión".

En octubre de 1930 se sumaron al Pacto, en Madrid, las dos organizaciones socialistas, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el sindicato socialista Unión General de Trabajadores (UGT), con el objetivo de organizar una huelga general que fuera acompañada de una insurrección militar. Para dirigir la acción se formó un comité revolucionario integrado por Niceto Alcalá-Zamora, Miguel Maura, Alejandro Lerroux, Diego Martínez Barrio, Manuel Azaña, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz, Santiago Casares Quiroga y Luis Nicolau d'Olwer, por los republicanos, e Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos y Francisco Largo Caballero, por los socialistas.

El sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) continuaba su proceso de reorganización a nivel provincial al levantarse la prohibición. Y acorde con su ideario libertario y antipolítico no participó en absoluto en la conjunción republicano-socialista, por lo que continuaría actuando en la práctica como un "partido antisistema” de izquierda revolucionaria.

Los republicanos se vieron favorecidos por la existencia de una protesta generalizada en algunos de los estamentos del ejército. En diciembre de 1930 se produjo el intento de sublevación de Jaca, al frente de la cual estaban Galán y García Hernández, que se adelantaron a las previsiones de los dirigentes republicanos y fracasaron. El fusilamiento de los dirigentes de la sublevación de Jaca proporcionó al republicanismo los héroes capaces de movilizar en su favor a la opinión pública.

El filósofo José Ortega y Gasset publicó el 14 de noviembre de 1930 un artículo titulado "El error Berenguer", que tuvo una enorme resonancia y en el que acababa diciendo: "¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia (paráfrasis de la frase "Carthago delenda est", de Catón el Viejo). Ortega criticaba la actitud del gobierno de Berenguer que quería volver a la normalidad como si, después de años de dictadura, “aquí no ha pasado nada”. Este es, para Ortega, el error Berenguer, es decir, Berenguer es un error.

El fracaso del primer asalto a la Monarquía

El comité revolucionario republicano-socialista, presidido por Alcalá Zamora preparó una insurrección militar que sería arropada en la calle por una huelga general. A mediados de diciembre de 1930 el comité hizo público un manifiesto que decía: «Venimos a derribar la fortaleza en que se ha encastillado el poder personal, a meter la Monarquía en los archivos de la Historia y a establecer la República sobre la base de la soberanía nacional representada en una Asamblea Constituyente. Entre tanto, nosotros, conscientes de nuestra misión y nuestra responsabilidad, asumimos las funciones del Poder Público con carácter de Gobierno provisional. ¡Viva España con honra! ¡Viva la República!»

La huelga general no llegó a declararse y el pronunciamiento militar fracasó porque los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández sublevaron la guarnición de Jaca el 12 de diciembre, tres días antes de la fecha prevista. Estos hechos se conocen como Sublevación de Jaca y los dos capitanes insurrectos fueron sometidos a un consejo de guerra sumarísimo y fusilados. Este hecho movilizó extraordinariamente a la opinión pública en memoria de estos dos "mártires" de la futura República.

GOBIERNO DEL ALMIRANTE AZNAR Y LA CAÍDA DE LA MONARQUÍA

A pesar del fracaso de la acción en favor de la República dirigida por el comité revolucionario, el general Berenguer se vio obligado a restablecer la vigencia del artículo 13 de la Constitución de 1876 y a reconocer las libertades de expresión, reunión y asociación. Al mismo tiempo, convocó elecciones generales para el 1 de marzo de 1931 para constituir un Parlamento que enlazara con las Cortes de la etapa anterior a la dictadura de Primo de Rivera y restableciera el funcionamiento de la soberanía del rey con las Cortes. La convocatoria no encontró ningún apoyo, ni siquiera entre los partidos dinásticos tradicionales, porque no se trataba de convocar Cortes Constituyentes para la reforma de la Constitución. Todas las fuerzas democráticas integrantes del Pacto de San Sebastián se opusieron a celebrar elecciones generales. Lo más importante, sin embargo, fue que el principal grupo monárquico, liderado por Romanones, estaba dispuesto a participar en estas elecciones solo si el parlamento salido de ellas tenía carácter de Cortes Constituyentes, cosa que el rey no estaba dispuesto a aceptar.

El fracaso de la convocatoria electoral de Berenguer obligó a Alfonso XIII a buscar un sustituto para la presidencia del Gobierno. El 11 de febrero de 1931 se entrevistó en Palacio con el líder catalanista Francesc Cambó, quien manifestó al rey que aquellos no eran los momentos para imponer, sino para aceptar. El rey le preguntó al político catalán qué le parecería la idea de convocar un plebiscito para que el pueblo decidiera si el monarca debería dejar la corona o no. Cambó le adelantó el resultado de tal consulta: una mayoría pediría al rey que dejase la corona.

La reacción del rey fue sustituir el Gobierno. El 13 de febrero de 1931 el rey Alfonso XIII puso fin a la "dictablanda" del general Berenguer y nombró nuevo presidente al almirante Juan Bautista Aznar, tras intentar sin éxito que aceptara el cargo el liberal Santiago Alba y el conservador "constitucionalista" Rafael Sánchez Guerra.

El plan anterior es descartado y se decide un retorno a la normalización constitucional de más envergadura, más rápido, y aplicado de forma escalonada. Primero se celebran elecciones municipales y posteriormente provinciales y generales; la aplicación de este plan se evidenció imposible, pues los partidos del Pacto decidieron participar, pero dándole a los comicios una intencionalidad muy distinta, presentándolos como un plebiscito sobre la persistencia de la monarquía.

Juan Bautista Aznar formó un gobierno de “concentración monárquica” en el que entraron viejos líderes de los partidos liberal y conservador, como el conde de Romanones, Manuel García Prieto, Gabriel Maura Gamazo, hijo de Antonio Maura, y Gabino Bugallal. También formó parte del gabinete un miembro de la Lliga Regionalista Joan Ventosa, con el objetivo de «obtener para la causa de Cataluña lo que no había podido alcanzarse hasta entonces». El rey confiaba en ese gobierno para salvar la situación: «Lo encontré viviendo en el mejor de los mundos, sin darse cuenta de la debilidad del gobierno, que era la base de su sostén» (Cambó).

El nuevo gobierno de Aznar propuso un nuevo calendario electoral: se celebrarían primero elecciones municipales el 12 de abril, y después elecciones a Cortes que tendrían «el carácter de Constituyentes». El 20 de marzo y en plena campaña electoral, se celebró el consejo de guerra contra el "comité revolucionario" que había dirigido el movimiento cívico-militar que había fracasado tras la sublevación de Jaca. El juicio se convirtió en una gran manifestación de afirmación republicana y los acusados recuperaron la libertad.

Las elecciones municipales se celebraron el 12 de abril de 1931 y fueron ganadas en términos absolutos por los partidos monárquicos. Pero en las grandes ciudades fue rotunda la victoria de los partidos que habían firmado el Pacto de San Sebastián, cuyos principales dirigentes, integrantes del Comité Revolucionario seguían estando en prisión. Se generó un sentimiento eufórico de victoria del republicanismo, que habían ganado en las ciudades más importantes. Los resultados electorales del ámbito rural se conocieron más tarde y se vio que allí los monárquicos se habían impuesto abrumadoramente. Pero la euforia republicana ya se había desatado.

Todo el mundo entendió que las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 eran prácticamente un plebiscito sobre la permanencia de la monarquía. Y cuando se supo que las candidaturas republicano-socialistas habían ganado en 41 de las 50 capitales de provincia (era la primera vez en la historia de España que un gobierno era derrotado en unas elecciones, aunque en las zonas rurales habían ganado los monárquicos porque el viejo caciquismo seguía funcionando), el comité revolucionario hizo público un comunicado afirmando que el resultado de las elecciones había sido desfavorable a la monarquía y favorable a la república.

Al día siguiente de los comicios, el Gobierno del almirante Aznar debatió sobre los pasos que se debían tomar. Algunos ministros optaban por un retorno a la dictadura ante el temor de un levantamiento republicano. Otros se opusieron al uso de la fuerza y solicitaron negociar con los opositores. Alfonso XIII se inclinó por esta opción y se le ofreció al Comité Revolucionario la formación de un gobierno de concentración y la convocatoria de unas Cortes constituyentes que decidieran sobre el futuro régimen político. La propia oferta evidenciaba la debilidad del Gobierno y el Comité no aceptó el plan propuesto, aduciendo que las elecciones habían sido ya un plebiscito que había mostrado la opinión antimonárquica del país.

Los acontecimientos se precipitaron. No había posibilidad de negociación con los republicanos y la posibilidad de ejercer la fuerza quedaba descartada. Las calles estaban ya controladas por las masas republicanas y la euforia popular era imparable. Alfonso XIII no vio posibilidad alguna de mantener sus prerrogativas reales por cualquier medio, lo que hubiera tenido dramáticas consecuencias, por lo que decidió abandonar Madrid el día 14 y, al día siguiente, salir de España camino del exilio, pero sin haber abdicado de sus derechos dinásticos y constitucionales.

El martes 14 de abril de 1931 se proclamó la República desde los balcones de los ayuntamientos ocupados por los nuevos concejales y el Comité Revolucionario pasó directamente de la cárcel a los despachos gubernamentales, convertido en Gobierno provisional al frente del cual fue designado Niceto Alcalá-Zamora.

 


El error Berenguer

José Ortega y Gasset

El Sol, 15 de noviembre de 1930

No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario -que Berenguer es el error, que Berenguer es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país.

Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico.

Para esto necesitamos proceder magnánimamente, acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente del gobierno ni ninguno de sus ministros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Tormo, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas la situación estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa. Las llamadas «derechas» no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente «generosamente» exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la «derecha», es profundamente ingrato.

Es probable también que la labor del señor Wais para retener la ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia, no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de la economía española -nótese bien, de la española-. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Wals ha sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para España, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto mejor se verá el error que es.

Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer. La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son... los normales.

Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más sencilla que ésta. Esta vez, el Poder público, el Régimen, se ha hartado de ser sencillo.

Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política responde era también muy sencilla. Era ésta: España, una nación de sobre veinte millones de habitantes, que venía ya de antiguo arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido durante siete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los españoles minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestra Dictadura en todo al ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la Dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso -creer que el derecho se reduce a no asesinar-, es una idea del derecho inferior a la que han solido tener los pueblos salvajes.

La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas españoles. Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.

Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno Berenguer, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.

Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España.

Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.

El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.

He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer.

Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -función suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.

Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.

Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un general amnistiado.

Este es el error Berenguer de que la historia hablará.

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!

Delenda est Monarchia.

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