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Valoraciones de la Transición (comp.) Justo Fernández López España - Historia e instituciones
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Valoraciones de la Transición
«Creo que el problema fundamental que tienen las nuevas generaciones que no vivieron el franquismo a la hora de hacer la crítica política de la Transición es que no comprenden que el proceso político que lleva a la Transición en realidad era el fin de la Guerra Civil.» [Juan Luis Cebrián]
LA TRANSICIÓn - ADOLFO SUÁREZ Y FELIPE GONZÁLEZ
«Existe un paradigma de interpretación sobre la transición política española: fue el resultado de la transacción entre unas fuerzas provenientes del franquismo, con propósitos reformistas, que no podían imponer en exclusiva su modelo y una oposición que no contaba con la suficiente fuerza para aplicar una ruptura radical con aquel régimen. Ha habido distintas interpretaciones sobre la transición política desde la historia, la sociología o la ciencia política que en términos generales coinciden mayoritariamente con esta versión. Todas ellas, salvo alguna excepción como la de Gregorio Morán, transmiten un optimismo histórico que da por sentado que aquel proceso que transcurrió entre 1977 y 1982 fue modélico y un reflejo de la madurez de la sociedad española.
Efectivamente todo parece que salió bien por cuanto se saldó el franquismo sin grandes traumas. Nadie fue juzgado por las acciones del pasado, e incluso la policía político social se integró en la democracia sin que se ajustaran cuentas sobre sus responsabilidades en torturas y muertes de militantes antifranquistas. Aún recuerdo que reconocí a alguno durante mi época de diputado, de cuando era estudiante en la Universidad de Valencia, estar al frente de la escolta de algún ministro socialista. Por otra parte la amnistía permitía que los que habían mantenido la firmeza contra el franquismo desde el exilio o desde el interior, padeciendo en muchos casos años de cárcel y marginación, tuvieran su espacio político y comenzara una nueva etapa que se inició con la Reforma Política, que la izquierda intentó boicotear.
El proceso de elaboración de una Constitución culminó en 1978 y proporcionaba a los españoles una Carta Magna, consensuada en términos generales, y daba pie para iniciar un proceso político que se había truncado después del golpe militar de 1936. La equiparación con los países europeos del entonces Mercado Común estaba servida y los españoles iniciaban una nueva andadura de libertad y de normalidad política.
Esta visión optimista, como si de un cuento de hadas se tratara, es la que se viene trasmitiendo en los libros de texto de los alumnos de la educación secundaria del bachillerato o la Universidad, y todos parecemos sentirnos orgullosos del resultado final de aquel proceso, aunque pudieran quedar algunos flecos por resolver con el título VIII de la Constitución en determinadas autonomías. Políticos que intervinieron en el proceso y profesores de Universidad suelen ser invitados a distintos foros en el extranjero para que expliquen aquel „milagro“ de pasar de una dictadura a una democracia sin grandes costes sociales, sobre todo después de haber contemplado lo ocurrido en la mayoría de los países del Este enclavados en las democracias socialistas cuando cayó el muro de Berlín en 1989 o las dificultades de los países hispanoamericanos para asentar regímenes democráticos.
Después de las declaraciones de Felipe González a un periódico mexicano en las que afirmaba, con poca diplomacia y sin matizaciones, que si hubiera sido por Suárez no se habría elaborado una Constitución en España, un alud de críticas se ha extendido por doquier a diestra y siniestra como si la frase de Felipe hubiera representado un agravio tremendo para la figura de Adolfo Suárez, aquel que fue calificado en el fragor de aquellos años como „tahúr del Mississipi“. Pero en el fondo éste no es el problema.
Hasta una carta del hijo de Suárez ha sido publicada en las primeras páginas de algún medio de comunicación, lo que dignifica el amor de un hijo hacia su padre, y probablemente en el acaloramiento del escenario mediático que se ha organizado yo hubiera hecho lo mismo con el mío, aunque obvia que, en las cuestiones que achaca a González, a su padre, en cambio, se le trató con guante blanco. Pero además una gran cantidad de colaboradores -principalmente antiguos ministros- del mismo Suárez han salido en su defensa descalificando las palabras de González.
La cuestión debe ser planteada en otros términos. De un tiempo a esta parte viene extendiéndose con sutileza, y algunas veces sin ella, la idea de que si existe democracia en España fue como consecuencia de aquellos que desde el reconocimiento de la necesidad de cambiar las estructuras políticas dieron el paso fundamental para la reconciliación de los españoles. La izquierda se limitó al parecer a aceptar los hechos y con mejor o peor cara asumir lo que el denominado „centrismo reformista“ acometió en la transformación de España, de tal guisa que la izquierda, y los socialistas en especial, tuvieron poco que ver con aquella gran responsabilidad de conversión a una España democrática.
Fueron aquellos reformistas, que en su inmensa mayoría provenían del franquismo y habían colaborado con él, los que en realidad dieron el paso adelante para impulsar una Constitución. Ellos, los antiguos franquistas y sus herederos, serían en realidad los protagonistas de la historia y los otros, la izquierda, cogieron el tranvía en marcha. Podría llegar el momento que hasta se eliminara de la historia los trece años y medio de gobierno socialista como ocurrió en la antigua URSS con la figura de Trostky en las enciclopedias.
Nadie niega que la transición, al final, fue un proceso que salió bien por la voluntad de todos los que intervinieron, como reconoció Abril Martorell, pero no puede patrimonializarse, como ahora se pretende, por unos sectores que viniendo de la derecha más dura, y algunos de ellos votando en contra de la Constitución de 1978, hacen un esfuerzo para quitarse el lastre que llevan encima a costa de descalificar o minimizar a los que también contribuyeron, impulsaron y lucharon para que todo acabara como ocurrió. Sin ir más lejos, el mismo Aznar no estaba en aquel tiempo por el apoyo al texto constitucional.
Desde luego que Suárez tuvo un papel estelar y así está reconocido por una gran mayoría, pero en su cabeza no existía un modelo claro de cómo conducir el final del proceso, se fue aceptando una realidad a medida que iban ocurriendo los acontecimientos y en eso hay que reconocerle su valor de adecuarse a los mismos, pero su concepción de la política era accidentalista, en función de lo que dieran las circunstancias. Y estas fueron encauzándose desde la izquierda, y principalmente por el PSOE, hacia la redacción de una Constitución, y así lo manifestó en las elecciones de 1977, donde proponía que las Cortes fueran Constituyentes, cosa que nunca defendió Suárez.
El mérito de Suárez fue no poner dificultades a lo que se estaba desarrollando, enfrentándose con valor a determinados sectores para que las cosas fueran por el cauce que marcaba la gran mayoría de los españoles: libertad, amnistía y estatuto de autonomía. Y en aquellas manifestaciones estaban todos los demócratas, aunque las cosas no fueron tan fáciles como se han ido contando y también el saldo de muertos de militantes o simpatizantes de la democracia y de la izquierda fue importante entre 1976 y 1980 por diversas causas, como ocurría en algunas manifestaciones públicas. Algo de razón tiene Gregorio Morán cuando interpreta la transición en otras claves: la claudicación de la izquierda ante los antiguos franquistas.
De todo ello lo que más me asombra es que desde el PSOE no exista un movimiento que permita defender no las palabras de González, que a lo mejor no fueron de las más afortunadas, sino dejar a otros sectores antisocialistas la interpretación de la Historia. En esta situación, y recordando a Canetti, siempre ganan los mismos.
[Javier Paniagua: “La transición, Adolfo Suárez y Felipe González”, en El País – 03.06.2000. Javier Paniagua es profesor de Historia del Pensamiento Político y de los Movimientos Sociales en la UNED y miembro de la Comisión Política del PSOE]
“No es el tiempo el que ha diluido el espíritu de la Transición, es que en el momento de la Transición, tras la muerte de Franco, la derecha (…) estaba desmoralizada, avergonzada (…), quería adaptarse a los tiempos. Pero ese pudor que tuvieron entonces (…) ha desaparecido. Ahora la derecha se ha recompuesto, tiene el apoyo de la organización más grande que hay en España, que es la Iglesia católica, y está envalentonada y pensando que la crisis le va a dar el poder”, reflexionó Santiago Carrillo durante una entrevista concedida al programa Els Matins de la televisión pública catalana.
«La transición consistió en un pacto mediante el cual los herederos de los derrotados de la guerra renunciaban a pasar cuentas de lo ocurrido durante 43, mientras que, en contrapartida, los herederos de los vencedores aceptaban la creación de un sistema político que acogiera a todo el mundo, incluidos los herederos de los derrotados.
Demasiado jóvenes o demasiado ilusos, en la segunda mitad de los años setenta a muchos aquello nos pareció un enjuague ignominioso o, por mejor decir, una estafa. Ahora, transcurridos más de veinticinco años de la muerte de Franco, casados y con hijos e hipotecas y pocas ilusiones, tendemos, sospecho, a ser más transigentes. Está bien; aunque sólo sea como hipótesis de trabajo, aceptémoslo. [...]
Insisto: aceptémoslo. Pero entonces habrá que aceptar también el precio que hubo que pagar por ello, y parte nada desdeñable de ese precio es el olvido; o, si se prefiere, esa neblina de equívocos, malentendidos, verdades a medias y simples mentiras que envuelve los años de la guerra y la inmediata posguerra, y que impide un conocimiento cabal del significado de ese periodo. Me refiero a lo que podríamos llamar la conciencia colectiva, el conocimiento que el ciudadano de a pie posee del pasado inmediato de su país: es muy probable que un estudiante de bachillerato tenga una idea más exacta de la batalla de Lepanto que de la rebelión militar del 18 de julio -si es que sabe que fue una rebelión militar-. Tampoco afirmo que esa cancelación del pasado obedeciera en exclusiva a una decisión política; sin duda hubo también una generalizada vocación de olvidar, como si todos sintiéramos que el peso de la historia reciente era excesivo y nos apresuráramos avergonzadamente a enterrar al 'intratable pueblo de cabreros' que habíamos sido (la expresión es de Gil de Biedma) para instalarnos en una posmodernidad tan lúdica y rutilante como superficial, porque apenas conocía la modernidad.
No hace mucho, la televisión pública de Cataluña emitió un escalofriante programa titulado Los niños perdidos del franquismo; en él se abordaba un episodio inverosímil, apenas conocido por los propios historiadores: el modo en que, durante la guerra y la inmediata posguerra, el Estado y la Iglesia franquistas arrebataron sus hijos, para librarlos del veneno que habían inoculado en ellos sus madres, a muchas mujeres republicanas encarceladas, que nunca volvieron a saber de ellos. En determinado momento, una de esas hijas sin madre aseguraba que aquélla era la primera vez en su vida que hablaba de su historia, y cuando el entrevistador, perplejo, le preguntó por qué, la mujer contestó: 'Porque nadie me había preguntado por ella'. Ése es parte del precio de la transición.
Una neblina de equívocos, malentendidos, medias verdades y simples mentiras. Porque malentendidos y sombras similares a los que pesan sobre la obra y la biografía de Cela pesan también sobre la biografía y la obra de muchas figuras fundamentales de la cultura española de posguerra, llámense Laín Entralgo o Torrente Ballester o Antonio Tovar, José Luis Aranguren o José María Valverde o Manuel Sacristán, gente que, cada una a su modo y desde luego como el propio Cela y como tantos otros, había contribuido desde mucho antes de los años setenta a airear culturalmente el país y, también a su modo, a traer la democracia, pero que durante los años de la transición y los posteriores podía temer con razón que el reconocimiento de sus pasadas afinidades ideológicas iba a provocar, en manos de gente que consideraba la transición como un estafa o de indocumentados que confunden el oficio de historiador o de periodista con el de juez, demasiados equívocos. No digo que no llevasen razón, y lo único que alguien joven e iluso y sin hipotecas ni hijos se atreverá a reprocharles es que, a diferencia de Dionisio Ridruejo, en vez de escamotear la realidad o de eludir mirarla de frente no entendieran del todo la importancia que la verdad del pasado tiene para fabricar un futuro de verdad. Es momento de afrontar la verdad, la verdad de nuestro pasado, para poder entenderlo y entendernos. Porque ahora, 27 años después de la muerte de Franco y del inicio de la transición, aquel escamoteo -que, por supuesto, no sólo afecta a la cultura, sino a toda la sociedad española- ya no hace sino aumentar los equívocos, y este país puede ya permitirse el lujo de mirarse al espejo sin avergonzarse de sí mismo, reconociéndose como el intratable pueblo de cabreros que fue y por fortuna ha dejado de ser, pero no de seguir viviendo con una memoria falseada a cuestas. No sólo porque el conocimiento del pasado inmediato es un deber moral, ni porque, como dice el tópico, los países que olvidan su historia están condenados a repetirla, sino sobre todo porque el hijo de un pasado imposible es, indefectiblemente, un futuro imposible.»
[Javier Cercas: “El pasado imposible”, en El País - 22 de abril de 2002]
«Es una obviedad que la Transición fue imperfecta, una chapuza. Pero prefiero un millón de veces una chapuza como la que hicieron nuestros padres, que genera una democracia y nos coloca en Europa, que una guerra con 500.000 muertos como la que hicieron nuestros abuelos.
La Transición fue en parte una gran impostura. Hubo multitud de personas que se inventaron su propia biografía; al terminar el franquismo resultó que todo el mundo había sido antifranquista. Una gran mentira: antifranquistas reales hubo poquísimos, y por eso Franco duró lo que duró. Esta es la verdad. Pero, como es tan desagradable, nos inventamos otra. De eso trata El impostor. Marco me interesa como emblema, como espejo: él es de algún modo lo que somos todos; y lo que ha sido este país a lo largo de casi un siglo. Marco no movió un dedo contra el franquismo durante 40 años, pero al terminar el franquismo, en pocos meses, se convirtió en secretario general de la CNT, el tercer sindicato más importante en España. Su impostura como deportado en un campo nazi dura hasta 2005.» [Javier Cercas sobre su novela El impostor, Literatura Random House, 2014]
«Mucha gente echa pestes de la Transición y dice que es la culpable de todo lo que pasa ahora. Demuestra una ignorancia absoluta. En la Transición se hicieron muchas concesiones, pero no había más remedio. La gente ha olvidado que el Ejército, como se vio en 1981, seguía siendo más bien franquista. Pedir responsabilidades habría sido imposible. Con todo y con eso y con las renuncias que eso implica —da rabia porque hay gente que salió impune de cosas horrendas en la guerra y la posguerra—, de la Transición salió, si no el país ideal, uno que se parecía a los demás. Los causantes de los males actuales son los políticos actuales y la sociedad actual en buena medida, no la Transición. La Transición no fue perfecta ni muchísimo menos, pero fue buena, lo único que se podía hacer sin llegar a un enfrentamiento que nadie quería.» [Javier Marías en El País – 20 de diciembre de 2014]
«No idealizo la Transición, pero tampoco demonizo que gente que se había matado a tiros se pusiera de acuerdo para firmar una Constitución. En la Transición, España tenía miedos, pero también oportunidades, igual que en la actualidad", reflexiona. "El país optó por las oportunidades. Y acertó".» [Albert Rivera, líder del partido Ciudadanos]
La Transición fue un apaño
J. M. Caballero Bonald: “La Transición fue un apaño”
«P. ¿Con la Transición somos injustos o benévolos?
R. La Transición fue un apaño, una compostura de urgencia: la derecha cedió algo para no perder nada y la izquierda aceptó algo para no perderlo todo, lo que se llama una soldadura de ocasión, no había un proyecto de futuro solvente y las cosas salieron bien por casualidad.
P. ¿Qué se tendría que haber hecho?
R. La Ley de Amnistía prohibió juzgar los crímenes del franquismo y ahí empezó el ciclo de la impunidad. Tuvimos una larga cola de franquistas que amañaron sus biografías: resultó que todos eran demócratas. Siguieron en el poder más o menos los de siempre. El caso de Fraga es paradigmático: navegó por toda la democracia después de ser un cómplice del verdugo. La falta de un tribunal que juzgara esos crímenes permitió que el franquismo permaneciera latente.» [Entrevista a J. M. Caballero Bonald, en El País – 17.03.2015]
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