Poeta y poetisa

© Justo Fernández López www.hispanoteca.eu

ARCHIVO DE CONSULTAS

Las feministas de mi país, República Dominicana, lo mismo que los "progres"  llaman "poeta" a la mujer que escribe poesía. Hace unos años realicé una investigación sobre "Sexismo en el idioma español". Una de las fases de la investigación procuró hacer una especie de diagnóstico sobre los términos que en el diccionario de RAE dan nombres femeninos a oficios profesiones realizados por mujeres. Establecí que poetisa era uno de los escasos términos para identificar a una mujer dedicada a ese ejercicio. ¿A qué atribuye esta nueva moda?

Hay dos clases de argumentos que avalan el empleo de la poeta en vez de la poetisa. Uno es puramente gramatical (poeta es un sustantivo común en cuanto al género) y el otro es sociolingüístico (las connotaciones negativas que pueda tener la forma femenina de este sustantivo).

El sustantivo poeta (del latín poēta, y este del griego ποιητής [poietés]) es de género común, la diferenciación de género la marca el artículo u otros determinantes: el poeta / la poeta.

El DRAE consigna la voz poeta con la abreviatura com. (“nombre común en cuanto al género”), que aparece por primera vez en la vigésima segunda edición (2001) del DRAE. En todas las ediciones anteriores, la voz poeta aparecía como sustantivo masculino, para el femenino había la entrada separada poetisa. La RAE sigue manteniendo esta doble entrada (poeta y poetisa), pero modifica el género de poeta (ahora bajo la abreviatura com.) sólo a partir de la edición de 2001. Por tanto, la voz poeta es de género común: el poeta / la poeta (‘persona que compone obras poéticas’, ‘persona dotada de gracia o sensibilidad poética’).

El Diccionario panhispánico de dudas, de la RAE (2005) dice que la forma femenina tradicional y la más usada es poetisa, pero admite que “modernamente se utiliza también la forma poeta como común en cuanto al género (el/la poeta)”. El género común del sustantivo poeta está avalado también por Elio Antonio de Nebrija (1441-1522), humanista y gramático español, quien en 1492, en su Diccionario latino-español, recoge ya poeta como única forma para «varón» y «hembra», así como por Lope de Vega, en 1602. Es decir, para estos autores el sustantivo poeta es de género común.

Los libros de estilo reservan poeta para el género masculino: Libro de estilo de ABC: “la mujer que hace versos es poetisa, no poeta”. Libro de estilo de El País: “la mujer que hace versos es poetisa, no poeta”.

El femenino poetisa (del latín poetissa) es, según la RAE, la forma tradicional y la más usada, por lo menos hasta ahora. El femenino poetisa se usa ya desde el siglo XII y está tomado directamente del latín. Hay parejas de sustantivos en que los nombres femeninos nacieron de formaciones latinas sobre la misma base del masculino, con formantes que no fueron luego heredados por el castellano. Así tenemos emperador / emperatriz, conde / condesa, abad / abadesa, profeta / profetisa, papa / papisa, sacerdote / sacerdotisa.

Sin embargo, la función a que se refiere la forma masculina no es, en algunos casos, equiparable a la función a que se refiere la forma femenina. Un ejemplo es sacerdote y sacerdotisa. Como dice Lázaro Carreter, “ese vocablo remite a un ámbito no cristiano, grecorromano o decididamente exótico. Y hay que forzarse para nombre con él a las mujeres que compartan el ministerio con los clérigos servidores de Cristo”.

En cuanto a poetisa, este sustantivo tuvo connotaciones negativas que evocaban ignorancia, incapacidad, cursilería o afectación. De modo que decir que una mujer era poetisa, en muchos casos no significaba que era una “persona que compone obras poéticas”, sino que se las daba de tal. Manuel Seco cita un pasaje del autor de La Regenta (Leopoldo Alas y Ureña (1852-1901), alias Clarín) donde está explícita esta contraposición entre la forma masculina poeta (con connotaciones de prestigio y consideración) frente a poetisa (sentido despectivo, peyorativo): “La poetisa fea, cuando no llega a poeta, no suele ser más que una fea que se hace el amor en verso a sí misma” (Solos, 86).

A partir de la vigésima segunda edición (2001) del DRAE, el diccionario académico ha añadido la forma femenina poetastra a la masculina poetastro, despectivo de poeta con el sentido de ‘mal poeta’. De esta manera, en el diccionario de la RAE queda equiparada la actividad poética para ambos sexos: hay buenos poetas (tanto del sexo masculino como de sexo femenino) y hay malos poetas (poetastros o poetastras).

Últimamente se ha avanzado mucho en el área de la igualdad de hombre y mujer. En España se creó en 2008 el Ministerio de Igualdad de España, destinado a impulsar las políticas sociales recogidas en la Ley para la Igualdad que quiere hacer efectivo el artículo 14 de la Constitución española que proclama el derecho a la igualdad y a la no discriminación por razón de sexo. El artículo 9.2 consagra la obligación de los poderes públicos de promover las condiciones para que la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas.

Pero la lengua es muy reacia a acomodarse a nuevas situaciones sociales y a cambiar el vocabulario. Sobre todo cuando una palabra procede de una época en la que tenía unas connotaciones sociales determinadas. Ramón Carnicer, en un artículo que reproducimos al final de esta página, ya llamaba la atención, en 1969, sobre estas anomalías de la lengua: Abogada se aplicaba únicamente a las santas mediadores ante los poderes celestiales, antes de que las mujeres tuvieran acceso a las facultades de Derecho de la Universidad. Bachillera apuntaba a un tipo de mujer cuya cultura resultaba molesta en medio de la ignorancia común. En determinados grupos sociales, suele aplicarse a las mujeres la denominación profesional de sus maridos (ver La Regenta de Clarín, esposa de un Regente de Audiencia). Y muy a menudo, se le cuelga a la mujer el título o la profesión de su marido añadiéndole la terminación femenina –a, para aludir “con ánimo hostil o burlesco a las esposas de estos profesionales”: la médica, la veterinaria, la boticaria, la coronela. “Se comprende, pues, que las mujeres que han alcanzado por ley y propio esfuerzo tales grados rehúyan las formas femeninas” (Carnicer). Es una actitud defensiva ante ciertas valoraciones negativas del pasado o ante viejos equívocos.

Hay casos en los que una palabra sufre una alteración semántica y pasa de un significado positivo a adquirir otro negativo. Carnicer cita el caso de socia, que en el siglo XIX se podía aplicar a una cantante que había tenido una actuación en la Sociedad Filarmónica. Hoy llamar socia a una señorita honorable sería un insulto, “dado el sesgo inmoral adquirido por la palabra”. Para Ramón Carnicer, “algo semejante sucede con poeta y poetisa. Es evidente que salvo dos o tres ilustres excepciones, las mujeres no cuentan en la historia de nuestra poesía ni en ninguna otra. En la mayoría de los casos, poetisa es sinónimo de mediocridad o ñoñez. No es de extrañar, por tanto, que las excelentes creadoras de poesía con que ahora contamos rechacen terminantemente el nombre de poetisa y se llamen a sí mismas poetas”.

Carnicer sospecha que la palabra modisto fue una creación de las damas de principios del siglo XX, que comenzaron a poner su vestuario en manos de un caballero para no oír comentarios o recomendaciones de carácter anatómico por parte de sus “modistas”. Decir “mi modisto” era importante como altísima manifestación de lujo y audacia.

En Austria, hay la costumbre de “colgarle” a la mujer el título académico del marido (Frau Doktor, Frau Professor), pero sin ninguna intención despectiva o burlesca, al contrario, para resaltar su condición social. De este modo es difícil distinguir si una señora tiene titulación académica o no.

¿Qué es, pues, más correcto, decir la poeta o la poetisa? Se pueden usar las dos formas para designar la actividad poética ejercida por una mujer: la poeta o la poetisa. Siempre y cuando quede claro que el sustantivo poetisa se emplea, en el correspondiente contexto, limpio de connotaciones negativas. Cuando se quiere hablar de un mal poeta o de una mala poeta, se puede usar poetastro / poetastra, referido solamente a su poco dominio del arte poético.

Citas

 

poeta. (Del lat. poēta, y este del gr. ποιητής).

1. com. Persona que compone obras poéticas.

2. com. Persona dotada de gracia o sensibilidad poética.

poetisa. (Del lat. poetissa).

f. Mujer poeta. [DRAE]

poeta –tisa

‘Persona que escribe poesía’. El femenino tradicional y más usado es poetisa: «Doctora, periodista y poetisa, fue presidenta de la Liga de Mujeres Albanesas» (Alborch Malas [Esp. 2002]). Modernamente se utiliza también la forma poeta como común en cuanto al género (el/la poeta): «Sor Juana, la poeta mestiza de México» (Fuentes Esto [Méx. 2002]).

[RAE: Diccionario panhispánico de dudas. Madrid: Santillana, 2005. p. 510]

«poeta

El femenino de este nombre es poetisa. Ya se usa poetisa por lo menos en el siglo XII (“¡Gran poetisa!”, QUevedo, Privado, 631). Hoy existe cierta prevención contra la forma poetisa, que con frecuencia se sustituye por poeta:

“A las mujeres españolas que escriben en verso –dice Dámaso Alonso– parece que no les gusta que se las llame poetisas: se suelen llamar, entre sí, poetas. Habrá, sin embargo, que rehabilitar la palabra poetisa: es compacta y cómoda” (Poetas, 359).

Véase un caso extremo de prevención:

La sensibilidad inocente y sabia del gran poeta-mujer que le acompañaba [a Carles Riba], del gran poeta catalán de lo vivo, lo cotidiano, lo valioso, que es Clementina Arderiu” (Ridruejo, Destino, 29.7.1972, 6).

Una situación parecida se ha dado en italiano romanziera, femenino de romanziere, ‘novelista’: Migliorini (Lingua contemporánea, 19) señala que A. Baldini llamaba a Grazia Deledda un romanziere, y comenta que la forma femenina en –a, como ya notaba Tommaseo, tiene un tinte ligeramente despectivo.

En español, la contraposición poetisa/poeta ya está explícita en 1881 en Clarín:

La poetisa fea, cuando no llega a poeta, no suele ser más que una fea que se hace el amor en verso a sí misma” (Solos, 86).

Por otra parte, el uso de poeta aplicado a mujer no es nuevo: no solo se encuentra ya, por ejemplo, en Rosalía de Castro en 1859 (“Madame de Staël, tan gran política como filósofa y poeta“ (Hija, 11), sino, mucho antes, en Lope de Vega, en 1602:

Solícita, poeta, enferma, fría (Poesías, I, 141).

Es más: poeta es la única forma española que da Nebrija en 1492 para “varón” y “hembra” (Diccionario, s. v. poeta y poetis).»

[Seco, Manuel: Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española. Madrid: Espasa-Calpe, 101998, p. 345]

«Tampoco me aclaro en una cuestión que se ha planteado de golpe y con urgencia: el de cómo llamar a las mujeres admitidas por la Iglesia anglicana, según reciente decisión, al sacramento del orden sacerdotal. ¿Sacerdotisas? Pero en nuestro idioma (no se olvide que en cada lengua se aloja una historia cultural y una visión del mundo distinta), ese vocablo remite a un ámbito no cristiano, grecorromano o decididamente exótico. Y hay que forzarse para nombrar con él a las mujeres que compartan el ministerio con los clérigos servidores de Cristo. Por supuesto, no resultaría imposible: tal vez bastase con vencer un inicial momento de extrañeza, no absolutamente inmune a la ironía.

Pero podría dificultar el acuerdo la posible discrepancia de las así designadas, y no pocas feministas, aunque ya tenemos en el Diccionario diaconisa y hasta el papisa de la legendaria Juana. Es muy probable que reaccionen como las poetisas, muchas de las cuales, abjurando del sufijo, ha decidido ser poetas, no importándoles en este caso compartir vocablo con los varones. Si tal fuera la opción de las ordenadas, la solución estaría bien a la mano: el o la sacerdote.

Pero es de temer que no satisficiera a quienes han impuesto jueza y fiscala, es decir, a las partidarias y partidarios de llevar la diferenciación sexual a todas las palabras, y de hacer inequívocamente unisexuales a las genéricamente comunes, lo cual impediría, claro es, que sacerdote desempeñara la doble función genérica. Criterio que, para lograr la debida coherencia, obligaría a acuñar formas masculinas (artista/artisto) o femeninas (piloto/pilota, oyente/oyenta) según los casos, y a jubilar algunas epicenas, es decir, las que, como sus abuelos, designan a la pareja humana, sustituyendo siempre ese sintético plural por su abuelo y su abuela para no hacer a ésta de menos.

Y está la solución sacerdota, que ya he visto impresa en algún periódico, no sé si en broma o en serio, y que es opción al alcance de indocumentados. Por supuesto, como espúreo, sólo que esta voz queda como ennoblecida al ser desvirtuada, y sacerdota no puedo escribirla sin que el ordenador me lance un timbrazo de alarma. Es palabra sencillamente horrorosa y la razón estética suele ir aliada con la razón lingüística. Pero es que, además, falta esta última por completo a sacerdota. Alguien podrá defenderla arguyendo que muchas voces acabadas en –ote poseen moción genérica: amigote/amigota, marquesote/marquesota, y tantas más: las voces formadas con el sufijo –ote, que no sólo admite sino que exige tal variación. Sacerdote carece de tal sufijo: deriva de sacerdotem, acusativo de sacerdos.

Y aún he visto sugerir a un eminente lingüista, sin mucha convicción, es cierto, pero acogida con calor la sugerencia por una ilustre colega, la posibilidad de formar sacerdotesa (en italiano existe sacerdotessa equivalente a nuestra sacerdotisa), que entraría en línea con abadesa, prioresa, alcaldesa y cien más que a cualquiera se le ocurren. Es posibilidad para mí menos convincente que, aunque me convenza poco, la sacerdote, pero, en fin, ahí queda.»

[Lázaro Carreter, Fernando: El dardo en la palabra. Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2001, 611-612]

«Nadie puede asegurarnos que el incontenible avance hacia la igualdad de derechos no nos despoje un día de aquellas prebendas y monopolios, excepto de la de patriarca, de muy limitados horizontes hoy en día. En cuanto a oficios y empleos propios de mujer, creo que salvo el de nodriza, con que también ejemplifica la gramática oficial, ninguno escapa a la múltiple vocación profesional masculina.

Pero ocurre que el avance de los hechos no siempre va seguido de la correspondiente acomodación de las palabras. A pesar de que bachiller, licenciado, doctor, médico y abogado, entre otros, hace mucho que tienen sus femeninos regulares en el diccionario de la Academia, son numerosas las mujeres que de palabra, en tarjetas y en placas de portal mantienen la indicación de aquellos grados y profesiones en forma masculina. ¿Por qué? Acaso por una actitud de defensa ante ciertas valoraciones negativas o ante viejos equívocos. Bachillera, por ejemplo, apuntaba antaño a cierto tipo de mujer cuya cultura resultaba molesta en medio de la ignorancia común y aun apetecida en el sexo femenino. Abogada, hasta que las mujeres dieron en acudir a las Facultades de Derecho, se aplicaba únicamente a las santas mediadoras en determinadas mercedes celestiales. En algunos pueblos y ciudades españolas y en determinados grupos sociales, suele aplicarse a las mujeres la denominación profesional de sus maridos; pensemos en la Regenta, de Clarín, llamada de este modo por ser esposa de un Regente de Audiencia; pero más a menudo se habla de la médica, la veterinaria, la boticaria o la coronela para aludir con ánimo hostil o burlesco a las esposas de estos profesionales. Se comprende, pues, que las mujeres que han alcanzado por ley y propio esfuerzo tales grados rehúyan las formas femeninas.

Otro ejemplo lo hallamos en relación con las cátedras. A estas alturas, hay muchas mujeres que las desempeñan. Pues bien, a pesar de que en los nombramientos del Ministerio, y luego en el “Boletín Oficial”, figuran con el nombre de catedráticas, bastantes de ellas siguen llamándose catedráticos y haciéndolo constar así en sus tarjetas. Y los periódicos, cuando se refieren a alguna, dicen estas o parecidas cosas: “La distinguida catedrático...”, como si esta última palabra fuese de género común, invariable en sí, aunque no lo sean los artículos y adjetivos que puedan acompañarla (la testigo, la despejada joven, etc.).

En ocasiones, la resistencia a la utilización del femenino obedece a alteraciones semánticas. En los periódicos del siglo pasado [XIX] podía decirse que en la Sociedad Filarmónica había cantado una serie de romanzas la conocida socia Fulanita de Tal. Hoy sería arriesgado, y puede que motivo de querella ante los tribunales, llamar socia a una señorita honorable, dado el sesgo inmoral adquirido por la palabra. Algo semejante sucede con poeta y poetisa. Es evidente que salvo dos o tres ilustres excepciones, las mujeres no cuentan en la historia de nuestra poesía ni en ninguna otra. En la mayoría de los casos, poetisa es sinónimo de mediocridad o ñoñez. No es de extrañar, por tanto, que las excelentes creadoras de poesía con que ahora contamos rechacen terminantemente el nombre de poetisa y se llamen a sí mismas poetas.

En cuanto a las actividades o profesiones bautizadas con ayuda del sufijo –ista, encontramos una curiosa excepción. Todas ellas son de género común (el pianista, la pianista; el periodista, la periodista, etc.). Pero ¿en virtud de qué privilegio los virtuosos de la tijera dedicados a la indumentaria femenina se titulan modistos? ¿Se trata de ciudadanos más varoniles y musculosos que los que ganan pan y gloria a punterazo limpio por los campos de fútbol? Nunca un futbolista estimó contrario a su virilidad ese final de apariencia femenina. Uno sospecha que los modistos son ajenos a su propia denominación. Debieron de crearla las damas que a principios de siglo [XX] decidieron someter su persona a la cinta métrica, el jaboncillo y los alfileres de un caballero. Si tales damas hubieran hablado entonces de “mi modista”, no habría quedado clara la naturaleza masculina del artífice, que era lo importante, como altísima manifestación de lujo y audacia. Había que decir “mi modisto”. Y ellos se vieron obligados a seguir el juego. Ese anómalo masculino será resultado, pues, de una precisión diferencial inventada por aquellas damas para apabullar a las recatadas señoras y señoritas en paños menores ante una mujer, y que sólo de ella estaban dispuestas a admitir comentarios o recomendaciones de carácter anatómico.»

[Ramón Carnicer: Sobre el lenguaje de hoy. Madrid: Prensa Española, 1969, p. 131-134]