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Wortbildung - expresividad de la sufijación

(comp.) Justo Fernández López

Spanische Grammatik für deutsche Muttersprachler

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la expresividad de la sufijación en espaÑol

Españolitos, curritos, amiguetes, coleguillas y demás gente de mal vivir

(o la expresividad en el sistema español de sufijación)

Por Dolores Soler Espiauba. En: Cuadernos Cervantes, N° 8, Mayo-Junio 1996

Una de las oposiciones más contrastadas entre lenguas germánicas y lenguas románicas es la mayor flexibilidad de estas últimas en la formación de nuevas palabras mediante una sufijación rica en matices, constituida por los llamados apreciativos.

Las diversas formas de apreciativos aparecen o desaparecen a través de los siglos, se consagran en uno u otro campo semántico, se ubican en una u otra región de la península, se afincan en una u otra orilla del océano, se vuelven cursis o desusados, se definen como rabiosamente modernos en las nuevas hablas urbanas y consagran a autores de nuevas vanguardias. Su misión, sin embargo, sigue siendo la misma a través del tiempo y del espacio: Dar énfasis y expresividad a los vocablos transformados por ellos y vehicular un gran número de sentimientos.

La gran flexibilidad permite a estos sufijos adherirse a diversas partes de la oración, esencialmente el nombre (común y propio) y al adjetivo, pero también al adverbio, al pronombre y al gerundio: Trabajazo, Jaimito, cursilón, feúcha, deprisita, mismito, callandito.

Los sufijos de Diminutivo más frecuentes son:

-ito, -illo, -in, -ete, -uelo.  (A partir del siglo XVIII, -ito e -illo son los más frecuentes.

De Aumentativo: -ón, -azo, -ote, -udo, -arrón, -orro.

Y de Despectivo y Despreciativo: -ucho, -uzo, -orrio, -aco, -acho, -astro, -ijo, -cete.

Todos con sus correspondientes formas femeninas.

Existe también una serie de sufijos “acumulativos” que consisten en la superposición de dos sufijos, que pueden incluso ser de signo contrario: un aumentativo más un diminutivo.

Ej.: Tragoncillo, mamoncete, corpachón, chiquilla, ahoritita

Cada región española se caracteriza por una sufijación diferente.

Y han surgido recientemente en áreas urbanas importantes del español peninsular una serie de sufijos de tipo irónico-afectivo-despectivo del tipo: -ata, -eta, -aca, -oca, -eras, -ero, -aco (bocata, jubileta, masoca, guaperas, etc.).

Una tradicional querella entre lingüistas ha venido oponiendo el concepto de ampliación y disminución al de carga emocional, que puede ser tanto afectiva como despreciativa o injuriosa. Amado Alonso insiste en que el diminutivo no tiene por función exclusiva disminuir, siendo ésta para él la función menos frecuente. Es cierto que hay procedimientos para achicar que no pasan por el diminutivo y la idea de pequeñez se expresa por medio de otros recursos: Una cajita pequeña, una casita de nada, un pedacito minúsculo. El binomio caballitos enanos no es en absoluto tautológico, sino que viene a demostrar que el diminutivo ha perdido aquí su valor disminuidor.

Pone, pues, énfasis en el sentimiento y en la visión subjetiva; pero cuál sea ese sentimiento, lo inferimos en cada caso por indicios de otras procedencias: Entonación, gestualidad, estructuras específicas.

Otra función del diminutivo sería la ponderación de acciones o cualidades de recogimiento, como modosito, a hurtadillas, callandito.

O de cortesía, como “entre usted despacito”, “suba deprisita”, “póngame otra copita”.

Señala también Beinhauer el aspecto eufemístico que puede portar el diminutivo en expresiones como “¿No le parece que España es un país algo atrasadillo?”

La frase: “Ya estamos los dos solitos” no significa soledad mayor ni menor que la de „los dos solos“; „Solitos“ apunta la especial emoción que les causa el estar los dos a solas.

La compasión está representada en ejemplos como “¡Pobrecillo!”

Y las recientes formaciones „coleguilla“ o „amiguete“ ponen de relieve una cierta solidaridad jovial, por no decir complicidad.

En “paliducho” y “delgaducho” vemos más bien un matiz de conmiseración que de desprecio, pero una vez más, la entonación y el contexto son esenciales, como también la naturaleza del término, ya que el sufijo -ucho aplicado a un nombre nos parece más hiriente: medicucho.

En la reiteración: “-Todos los hombres son unos egoístas.  -¿Todos?  -¡Toditos!” El diminutivo tiene un valor generalizador y amplificador, mucho más fuerte que „todos“. En „Tendremos que esperar unos añitos para casarnos“ (ejemplo de Amado Alonso) el diminutivo enfatiza la espera y no la calidad de los años.

De igual forma, el mendigo intentará ablandar nuestro corazón con un patéticoUna limosnita, hermanito ...“ y la cortesía nos hará pedir „Un vasito de agua“ sin que entre en juego el tamaño del vaso pedido. La exclamación - ¡Cuidadito! no es sino una clara admonición y - ¡Vaya veranito! será la constatación irónica de un verano desagradable. Todas ellas son simples estrategias del hablante que con frecuencia intenta también desdibujar la crudeza de sus propósitos

Así, en un reproche, sería normal oír: “Vaya geniecillo que has sacado últimamente”, o “Su dinero se lo puede meter en el culito”. Adquiere igualmente el diminutivo un valor claramente estético, por ejemplo, en la poesía, como señala A. Alonso citando a F. García Lorca que con tanto acierto lo utiliza: “Se mataron los dos hombres del amor con un cuchillo, con un cuchillito ...” (Bodas de sangre)

o a J. R. Jiménez: “El pueblo entero empieza a humear y a oler a pino y a pan calentito” ...

(Platero y yo). Alcanzando aquí el adjetivo sufijado una connotación sensual que evoca el olor, el tacto y hasta el sabor del pan recién salido del horno, mientras que en el diminutivo lorquiano encontramos todo el desgarrado dolor de la madre, su contemplación subjetiva del cuchillo.

Cita también A. Alonso, recogiendo una anécdota de P. H. Ureña, un ejemplo lleno de fantasía creativa, que muestra la capacidad del diminutivo de „poner en sordina“ o de desdibujar algo que parece demasiado claro: El juez pregunta al testigo cómo encontró a la pareja acusada. -“Pues qué se cree Usté, Sr. Juez? ¡Singando! (Singar = copular, en algunos países de América) - ¡Use un lenguaje más decente! - Bueno, pues singandito.“

Existe, pues, una suerte de „encadenamiento“ de las funciones del diminutivo que nos obligará a salirnos del campo de la racionalidad si queremos entenderlas. Posiblemente, la idea de empequeñecimiento haya originado un sentimiento de protección, de éste se pasó a la ternura, que más tarde, al burlarse de sí misma, se transformó en ironía y así sucesivamente. Pero la cadena podría también funcionar en sentido inverso y la protección concedida a un ser que nos inspira ternura podría engendrar la idea de empequeñecimiento y crear así nuevos eslabones en una serie de causas y efectos.

A pesar de todo ello, es difícil encontrar un diminutivo acompañando a términos abstractos, ya que es también expresión de concreción. Esto quiere decir que lo vamos a encontrar preferentemente en los terrenos amoroso, infantil y doméstico. En el primero, sin embargo, se podría observar abstracciones en forma de vocativos: Amorcito, cariñito, vidita. El/la amante proyecta en el/la amado/amada las emociones que éste/a despierta.

Un simple e inocente diminutivo puede marcar con una connotación social peyorativa a toda una clase y a toda una época. Se trata del término senorito, que en cierto momento, y sobre todo durante la guerra civil española, marcaba con una cruz a todo aquel que vivía y pensaba con arreglo a códigos burgueses y conservadores. Incluso hoy, una frase como -¡Estás tú muy señorito/a!“ implica todo un background de pereza y de falta de solidaridad, en una palabra: de señoritismo.

Y en la misma línea sociopolítica se situaría el término batallitas con toda su carga de irónico hastío ante la repetición de los recuerdos de supervivientes más o menos heroicos de guerras civiles, de resistencia antifranquista y de mayos del sesenta y ocho.

Tierna y conmovedora connotación social tiene el término mojaíto, versión andaluza del wet back del Río Grande, que nació cuando empezaron a llegar a las costas españolas del estrecho de Gibraltar los primeros náufragos marroquíes buscando el paraíso europeo. Y fue también difundido por F. Umbral el contundente término pasota que definía una mentalidad, un estado de desencanto, una pérdida de los ideales colectivos, propios de ciertos sectores de la sociedad española hasta la década de los setenta.

Incluso la religión puede verse afectada por la sufijación, ya que muchas Vírgenes españolas son invocadas por sus devotos con sufijos regionales de claro matiz afectivo: La Moreneta, la Pilarica, la Santina. Hay en Andalucía un Cristo muy venerado, al que sus fieles llaman el Cachorro, suerte también de diminutivo afectivo y no olvidemos que los niños españoles aprenden a rezar con las palabras: „Jesusito de mi vida eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón“.

La onomástica de principios de siglo se vio invadida por los diminutivos, y en todas las familias había una Conchita, un Luisito o un Jesusín, por no citar a las Maripilis y a las Marilolis. Recordemos en el mundo de la política y el espectáculo a Arturito Pomar, Conchita Piquer, Carmencita Franco, Manolete y Evita Perón. Actualmente, aunque perviven ciertos diminutivos regionales, como el vasco -cho / -txo o el gallego -iña, la moda parece evolucionar hacia nombres que aceptarían mal la sufijación: Vanessa, Jonathan, Jessica ...

El diminutivo onomástico pervive con más arraigo en el español de América, aunque los nombres de influencia anglosajona sean allí aún más frecuentes que en España. Ya en su tiempo decía A. Bello, citado en la tesis de E. Náñez: „En Chile, como en algunos otros países de América, se abusa de los diminutivos. Se llama señorita, no sólo a toda señorita soltera, de cualquier tamaño y edad, sino a cualquier señora casada o viuda.

Y casi nunca se las nombra sino con diminutivos: Pepita, Conchita, por más ancianas y corpulentas que sean. Esta práctica debiera desterrarse, no sólo porque tiene algo de chocante y ridículo, sino porque confunde diferencias esenciales en el trato social. En el abuso de las terminaciones diminutivas hay algo de empalagoso.“ Tendríamos aquí una prueba del andalucismo del español de América, ya que el diminutivo onomástico -ito  -ita es todavía muy usual en Andalucía y lo era aún más en tiempos del ilustre gramático.

Encuentra W. Beinhauer rasgos característicos del diminutivo andaluz en su trabajo sobre el piropo, en un libro dedicado a coplas y canciones populares. Efectivamente, el hombre que en la calle manifestaba (empleo conscientemente el pasado por hallarse esta peregrina práctica en franco retroceso) su admiración y deseo por una muchacha, lo hacía corrientemente por medio de diminutivos picarescos y con frecuencia infantilizadores. Cita Beinhauer: „Olé tu boquilla, que parese un piñón“; „Manojitos de alfileres son tus pestañas“; „Qué buen palmito ...“; „A pasito corto, como las palomas“ ...

El lingüista alemán nos evita gentilmente las groserías y obscenidades que acompañaban a menudo tales requiebros; y así sus ejemplos „alvarezquinterianos“ nos muestran un interesante aspecto de la mujer vista y deseada por el hombre como algo menudo, pequeñito, casi infantil. El andalucismo de estos ejemplos nos parece un poco forzado, así como éste, que califica en su libro de „graciosísimo“: „Nena, tiene usté unos piesesitos tan chiquirrititos que baila usté la seguiriya en la coroniya de un cura“.

A pesar de estar publicado en 1973, ha llovido bastante desde entonces. Insiste Beinhauer en que la obra fue la valoración de lo pequeño al referirse a la mujer cuando afirma que un hombre que califica de „hermosota“ a una mujer expresa con el sufijo el desagrado que le produce y que si la tacha de „altota“ es que no le interesa ni poco ni mucho. Los criterios estéticos de Beinhauer sufrirían una ruda embestida al comprobar que la talla media de las españolas ha aumentado en bastantes centímetros estos últimos años y que sus piesesitos reclaman con frecuencia el cuarenta. Nos encontramos, pues, aquí frente a criterios estéticos erosionados por el tiempo.

Los llamados aumentativos, al igual que se ha señalado al hablar del diminutivo, tampoco tienen como única posibilidad la de amplificar, sino esencialmente la de enfatizar.

Por ejemplo, los deverbativos que ponderan acciones violentas: reventón, apretón, achuchón, morrón, revolcón, empujón.

El sufijo -azo, que tradicionalmente tenía entre valores el de golpe violento, codazo, portazo, puñetazo, sigue muy en boga con valores ponderativos de la calidad y la intensidad, como ambientazo, besazo, cochazo, coñazo, sueldazo, bodaza.

Tanto en la expresión „me ha costado veinte durazos“ como „me ha costado mil pesetillasenfatizamos la importancia mayor o menor que acordamos al gasto realizado.

Por su parte, el sufijo aumentativo -ón sigue igualmente con gran vitalidad en el español de hoy: resultona, frivolón, gastón, pastón, chinón y hasta nos parece revitalizado con nuevas connotaciones morales, estéticas y sociales.

Por lo que respecta a -arro, -orro, -orrio, parece conservar sus valores tradicionales despreciativos o ponderativos: (tiorra / despreciativo, frente a vidorra / valorativo) al mismo tiempo que aumentativos, sobre todo en combinaciones acumulativas, como tiarrón.

El sufijo -chón parece haberse quedado limitado a algunos nombres y adjetivos tradicionales como bonachón, corpachón, frescachona, sin que su uso parezca conocer un gran auge en las nuevas generaciones.

En cuanto a los despectivos, se mantienen adictos a sus valores tradicionales: comistrajo, frachute, cagarruta, casucha, caldorro, canijo. Pueden vehicular sentimientos de desamor, hostilidad, odio, desprecio, pero la mayoría de las veces son desvalorativos de dominante intelectual, con escasa emoción

El término enano, que podría parecer despectivo, usado como sustantivo, ha adquirido en los últimos veinte años una sinonimia de „niño pequeño“ que goza de gran popularidad en los medios familiares, bien como vocativo, y sin el menor valor despectivo, sino cariñoso, bien con la función de designar a los hijos pequeños: los enanos.

Existe indiscutiblemente cierto desequilibrio en la distribución del espacio dedicado a las tres categorías analizadas, pero hay una razón justificativa: El ámbito del diminutivo es mucho más extenso en el español de hoy que el de los otros derivativos, ya que, como hemos visto, no sólo sirve para referirse a lo pequeño, a lo adquirido, a lo emotivo, a lo deseado, a lo compadecido, a lo social, a lo ocultable y a lo cortés, sino que invade también los campos de lo irónico, lo crítico, lo amenazador, lo cortés, lo hiriente y lo ridículo.

Existe un interesante fenómeno lingüístico de reciente aparición, cuya aparición se remonta a los primeros sesenta y es el nacimiento de nuevos sufijos que sería difícil clasificar en una u otra de las categorías anteriormente mencionadas.

La primera derivación que se formó a partir de estos nuevos sufijos fue casi a ciencia cierta el sustantivo cubata, seguido de bocata. Su función inicial fue la de designar de una manera informal y desenfadada, algo que era frecuente en el comer y en el beber de los españoles de esta época.

El fenómeno se produce en el ámbito cheli, que alcanzó su máximo esplendor en otras capas menos populares al ser divulgado desde el diario El País por Francisco Umbral en sus crónicas cotidianas „Spleen de Madrid“. Es Umbral un auténtico creador de lenguaje, al que debemos hallazgos terminológicos tan eficaces como „el cuarentañismo“, los „latinochés“ y el „pasotismo“, derivado de pasota, donde aparece de nuevo el citado sufijo -ta.

Siguió extendiéndose su terreno hacia los sustantivos que designan profesiones o pertenencias a grupos, como sociata, jubileta, drogata, carburata, negrata, así como hacia los aparatos electrónicos: tocata, ordenata. Siempre con un matiz afectivo-despectivo muy característico del habla popular de Madrid, pero rápidamente adoptado por otras categorías urbanas, ya que la juventud actual parece agruparse más bien por afinidades generacionales que de tipo cultural o de clase. Según E. Tierno Galván, „la juventud actual tiende a romper los esquemas de asociación“. Esto lo afirmó don Enrique en el 83 y desde entonces también ha llovido.

Otra variedad la constituye el sufijo -eto: careto, bareto, con el mismo matiz de banalizar lo que se designa. Nació más adelante -ca, aplicable a adjetivos: masoca, sudaca, con valor claramente despectivo, pero que combinado con otros sufijos puede alcanzar matices afectivos: sudaquita, masoquilla.

Tenía cartas de existencia el sufijo -ras en términos como voceras, pero se adhirió a nuevos adjetivos, formando sorderas, guaperas, y hasta a sustantivos tan políticamente eficaces como peperas (variedad de pepero) [del partido PP] y rojeras [del Partido Socialista] (existe también pecero) [del Partido Comunista]. 

Podría ser considerado todo ello como una especie de juego lingüístico de clases cultas, pero lo cierto es que el origen de la mayoría de estos términos está en el mundo de la droga y de la cárcel.

La lengua de la publicidad ha tenido recientes creaciones eficaces y llamativas, como El cuponazo o El libretón y el en su día tan discutido eslogan Toda tú eres un culito.

Una última visión de la sufijación, antes de terminar este trabajo, pasará por las páginas de algunos autores contemporáneos de ambos lados del océano, mostrando algunas de sus creaciones, prueba fehaciente de que la sufijación como vehículo del sentimiento no está restringida en español al habla popular.

En lanovela El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio (1956) los jóvenes protagonistas se llaman Lucita, Manolito, Samuelillo, etc. Cuando se interpelan, lo hacen con vocativos tales como: momina, bonita, ¡...nita tú!, chatilla, chatita, zorrillo. Un chico le dice a „su chica“:

„¿Qué vergüencillas son ésas?“ y comenta que es „Una chiquilla muy salada“ fumándose el puro „a poquitos, como los moránganos el kif“. Sitúase este lenguaje a años de luz del de la generación actual madrileña.

Un tesoro de sufijos es la novela de Miguel Delibes „Cinco horas con Mario“ (1966). Carmen, la viuda de Mario, desgrana su vida ante el cadáver de su marido y se dirige a sus amigas llamándolas „bobina“ y „guapina“, vitupera a la „querindonga“ de un conocido, acusa a alguien de estar siempre tirando „puntaditas“ y de ponerse „gallito“, habla de su pretendiente Eliseo, que „sin ser guapo, era resultón“  y „¡qué tipazo!“, pero piensa que los „extranjerotes no tienen nada que enseñarnos“ y confiesa que „sólo ha tenido disgustos con el periodicucho de Mario“, reconociendo que „la boda de Vicente fue una bodaza“, aunque „se casó con Transi ya entradita“.

Una década más tarde F. Umbral comenzó a divertirse con el español cotidiano y llamó Punkita a su gata, se burló de las señoras de visonazo, de las acratillas y de las reinonas, que no eran sino sus coleguillas y sus compas. Se opone a los niños intelectualillos, chepudetes y un poco maricones, afirmando que él creció altito y bien nutrido; nos habla de los romeracas (estilo Romero de Torres) de Córdoba y describe con un simple derivativo, de una sabia pincelada a „una chica que sale de su casa, con vaqueros y naricilla“.

Y llegamos a los „novísimos“, los jóvenes iconoclastas de los noventa, también creadores y destructores de lengua. Ray Loriga en Caídos del cielo (1995) nos cuenta que el hermano del enano era guapísimo, o sea „más guapo que la hostia“ y que „estaba la hostia de orgulloso con aquella chica que tenía aún sus tetitas al aire“. Abandona la sufijación del castellano para adoptar una sintaxis anglosajona: „sería una preciosa, honesta chica muerta“, „tu pequeña puta“, „no hablaban ni del hombre malo ni de su pequeña mujer“. Cogió una papeleta de coca porque los vigilantes le daban el coñazo, ya ves qué  putada.

J. A. Mañas, en Historias de Kronen va aún más lejos: Sus jóvenes personajes buscan papelinas, se fuman porritos, se beben whiskitos y aspiran rayitas de coca, las chicas son pibas y las putas chavalitas, mientras que entre amigos se llaman mariconazos y se cuentan que tienen una novia cojonuda, mientras salen a pillar un poco de marchilla. En la casa del niñato trabaja una fili y en la tele ponen pelis que se parecen a un culebrón sudaca. Y llegan un pelín tarde porque han tenido problemas con un peseto.

O tempora, o mores ... Si hubiéramos podido reunir a los jóvenes curritos de El Jarama y a los niñatos del Kronen ¿hubieran podido comunicar, reírse, increparse?

Nunca podremos saberlo.

Lo que sí sabemos es que nuestro idioma sigue utilizando y creando infinitos recursos para exteriorizar la capacidad de sentir.

[Soler Espiauba, Dolores: Españolitos, curritos, amiguetes, coleguillas y demás gente de mal vivir (o la expresividad en el sistema español de sufijación). En: Cuadernos Cervantes, N° 8, Mayo-Junio 1996]

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