Hispanoteca - Lengua y Cultura hispanas

 

Textos narrativos

(comp.) Justo Fernández López

Lengua española

www.hispanoteca.eu

horizontal rule


Aspectos de los tiempos del pasado


Fragmento de La vida es sueño

de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681)

 

Cuentan de un sabio que un día

tan pobre y mísero estaba,

que sólo se sustentaba

de unas hierbas que cogía.

¿Habrá otro, entre sí decía,

más pobre y triste que yo?;

y cuando el rostro volvió

halló la respuesta, viendo

que otro sabio iba cogiendo

las hierbas que él arrojó.

Quejoso de mi fortuna

yo en este mundo vivía,

y cuando entre mí decía:

¿habrá otra persona alguna

de suerte más importuna?

Piadoso me has respondido.

Pues, volviendo a mi sentido,

hallo que las penas mías,

para hacerlas tú alegrías,

las hubieras recogido.

 

El hombre que cortaba la respiración

MARUJA TORRES

Morir en vísperas de san Isidro no debe de ser tan mala faena para alguien que, como Luis Miguel Dominguín, le había extraído a la vida todo su jugo y había conseguido llegar a la vejez en paz, después de pasar los últimos diez años con Rosario Primo de Rivera. Antes hubo un montón de mujeres, de famosas mujeres, y una gran mujer, Lucía Bosé, con quien se casó y tuvo tres hijos: Miguel, Lucía y Paola.

Fue en otro san Isidro, a mediados de los 50, cuando Luis Miguel tomó en brazos a una de las actrices más bellas del mundo, Ava Gardner, afectada de cálculos de riñón, y la condujo a la sala de rayos X de un hospital madrileño. Ava cuenta en sus memorias lo bien que el torero se portó con ella, y aunque afirma que lo suyo sólo fue cosa de ser «grandes amigos y grandes amantes, y no nos exigíamos demasiado el uno al otro», en el momento en que rememora los desvelos de Dominguín hacia ella durante su enfermedad, no deja de añadir: «Tal vez tendría que haberme planteado casarme con él, después de todo».

Se habían conocido poco antes, en Madrid, adonde Gardner viajaba con frecuencia aprovechando que estaba cerca, en Roma, rodando La condesa descalza, de Joseph L. Mankiewicz, junto a Humphrey Bogart. Ava todavía estaba casada con Frank Sinatra, pero les iba muy mal y el idilio con el español fue la puntilla, y nunca mejor dicho. En cuanto le vio por primera vez, en una fiesta, supo «con absoluta certeza que él era para mí». También lo supieron sus compañeros de equipo, puesto que algunos, como Edmond O’Brian, no se privaron de comentar que la poco apasionada interpretación de Ava en La condesa sólo se debía a que estaba muy ocupada apasionándose por Dominguín.

El Madrid que Luis Miguel mostró a Ava -las juergas hasta el día siguiente, los tablaos flamencos, las corridas, la Cervecería Alemana, Chicote- fascinó a la actriz hasta el extremo de que, aún sin Dominguín, pasó largas temporadas viviendo en nuestro país. Ocurriría lo mismo, había ocurrido ya en parte, con otras famosas: Annabella, la primera mujer de Tyrone Power; María Félix, un pedazo de carácter a quien sólo otro temperamental como el diestro podía acercarse; Romy Schneider... Pero de Ava, Dominguín pasó a los brazos de Lucía Bosé, una belleza italiana que tumbaba de espaldas y que, cuando la conoció, estaba ligada sentimentalmente a un compatriota, el actor Walter Chiari. Con el tiempo, Chiari también tendría un romance con Ava -el mundo era un pañuelo, y sigue siéndolo-, pero no saldría tan bien parado como el torero en las memorias de Gardner.

Arrebatador

Años más tarde, al filo de los 70, cuando Bosé y Luis Miguel ya estaban separados, pero faltaba aún mucho para que en España se instituyera el divorcio, un reportaje indiscreto, publicado en la revista Garbo, mostró a Luis Miguel Dominguín y su sobrina, Mariví, en actitud más que cariñosa. La relación de la pareja no era un secreto para nadie, pero el tema ofendió en las altas instancias -parece que Carmen Polo de Franco se ofendió porque un frecuentador de las cacerías del Caudillo mostrara tan poco recato, y pidió un escarmiento-, y la pareja fue procesada por escándalo público, junto con los autores del reportaje y la propia revista.

Quienes sólo tienen de él la imagen de sus últimos años no pueden saber hasta qué punto resultaba arrebatador. Ava Gardner lo describe así: «Verle, equilibrado en una elegante pose mientras los enormes cuernos del animal se deslizaban a sólo unos centímetros de su corazón, ver cómo, con un arrogante arqueo de su cuerpo y un majestuoso movimiento de su capa, volvía a asumir el mando, era algo que quitaba la respiración».

 © Copyright DIARIO EL PAIS, S.A.

 

Artista

EL PAÍS – Martes 21 diciembre 1999 - Nº 1327

ROSA MONTERO

El otro día me crucé con un mendigo muy interesante. Era uno de esos pobres posmodernos, de nueva generación, no sólo por su edad (unos 27 o 28 años), sino por su aspecto raído pero apañado, modesto pero pulcro. En realidad sólo se sabía que era un mendigo porque, al pasar junto a él, extendía la mano y suplicaba, con un tono a la vez digno y simpático, que le dieras algo para comprarse un bocadillo. Entonces advertías, sin duda dirigida por un imperceptible movimiento de cabeza del tipo, que el hombre estaba parado delante de una tienda de bocatas. El mensaje, sencillo y eficaz, se instalaba limpiamente en tu cerebro: este chico es un buen muchacho y tiene hambre.

De modo que le dabas unas monedas; y el mendigo las miraba, componía una discreta expresión de alegría (como de quien advierte que, con eso, ya tiene suficiente para el festín), daba las gracias efusivamente y, después, desentendiéndose de ti, se volvía a contemplar el escaparate repleto de bocadillos, calculando, con aire goloso y pensativo, cuál de esas delicias iba a empapuzarse. Con lo cual tú te marchabas tan contenta, con el corazón caliente y gaseoso, satisfecha por un microsegundo de ti misma. Para volver a pasar por el mismo lugar horas más tarde, y encontrarle realizando ante otro la misma y exquisita representación: la mirada a las monedas, la sorpresa feliz, el meticuloso examen del escaparate.

No pretendo denunciar a un mendigo que miente, sino alabar a un profesional de primer orden. En realidad ese chico no engaña: ya había conseguido su dinero y no necesitaba añadir la espléndida actuación del escaparate. Lo hacía, pues, para ofrecer un servicio. Es decir, no pide, sino vende. Vende pequeñas absoluciones de nuestra culpa, dosis de consuelo. 

Es tan inquietante sabernos más ricos que los muchísimos desposeídos de la Tierra.... Sólo en España hay 800.000 personas excluidas, desterradas del sistema y carentes de todo. Y otras 700.000 están en la frontera, a punto de caer en el abismo. Me pregunto a cuál de las dos categorías pertenecerá el chico de los bocadillos. Ese artista, ese genio.  Ese joven emprendedor que ofrece lo que el mercado demanda: un alivio barato de nuestra responsabilidad en la injusticia.

 

Teología y magisterio: relaciones conflictivas

EL PAÍS – Viernes 23 julio 1999 - Nº 1176

JOSÉ MARÍA DÍEZ ALEGRÍA Y JUAN JOSÉ TAMAYO

 

El papa Pío XII publicó en 1950 la encíclica Humani generis, que condenaba la “nueva teología”, ponía freno al ecumenismo e imponía a los teólogos la defensa del magisterio papal, sin posibilidad alguna de discusión y menos de disenso. Apenas diez años después, los representantes de la teología condenada por Pío XII se convertían en asesores y peritos del Concilio Vaticano II y sus ideas eran asumidas, en buena parte, por dicho concilio.

Pablo VI publicaba, en 1968, la encíclica Humanae vitae, que prohibía el uso de anticonceptivos y de métodos de control no naturales, a pesar de que la comisión de teólogos y expertos a los que el Papa había pedido opinión se mostró partidaria de dejar libertad a los cristianos y cristianas en esa materia, ya que no había razones claras para la prohibición. El resultado ha sido una crisis que dura hasta hoy: gran parte de los católicos no ha asumido la prohibición, al tiempo que algunos teólogos, teólogas, obispos y sacerdotes se encuentran en abierto conflicto con el magisterio.

Juan Pablo II ha publicado en 1998 un nuevo documento, Ad tuendam fidem, que prohíbe a los teólogos católicos disentir de la doctrina oficial sobre algunas verdades presentadas como definitivas, a pesar de no ser objeto de definiciones dogmáticas. Además, la “nota explicativa” de la Congregación para la Doctrina de la Fe adjunta al documento citado considera que la prohibición absoluta del aborto y de la eutanasia, así como el rechazo del acceso de la mujer al ministerio sacerdotal, son ejemplos de estas doctrinas definitivas, y que disentir de ellas implica apartarse de la comunión de la Iglesia y deja la puerta abierta a la excomunión.

En los últimos años ha habido una larga discusión, dentro del catolicismo, sobre estas cuestiones. El mismo Papa, bien recientemente, ha tenido el coraje de cambiar las declaraciones oficiales oponiéndose con claridad y sin distingos a la pena de muerte. ¿Por qué no esa misma libertad y valentía para otras cuestiones? Para justificar la exclusión de las mujeres del sacerdocio se recurre a argumentos de las Sagradas Escrituras, tradición, historia y antropología, en los que, a juicio de muchos teólogos y teólogas, no aparece clara la “presunta” voluntad de Jesús contra dicha exclusión.

A pesar de la insistencia de Pablo VI y Juan Pablo II en rechazar el sacerdocio femenino, se trata, creemos, de una “cuestión disputada”, que aconseja dejar tiempo para la reflexión y la investigación teológica, huyendo de decisiones apresuradas que podrían agravar la actual crisis de la Iglesia, en vez de aliviarla. Por eso resulta lacerante que el documento vaticano comience apelando al mandato de Jesús a Pedro de “confirmar a sus hermanos en la fe” (Lc. 22, 23), cuando no hace más que poner en crisis la fe de muchos hermanos por su modo autoritario de proceder.

Observamos con preocupación cómo el magisterio ha ido perdiendo credibilidad y plausibilidad ante muchos cristianos y cristianas por asumir posturas definitivas sobre temas controvertidos que no son de índole dogmática. No hay que olvidar las repetidas condenas de los papas de los siglos XIX y XX contra la libertad de conciencia y de religión, la separación de la Iglesia y el Estado o el movimiento ecuménico. Dichas condenas antimodernistas se han rectificado demasiado tarde. El mismo Juan Pablo II ha rehabilitado recientemente a Galileo indicando que el científico italiano condenado más razón que muchos de sus adversarios eclesiales. Paradójicamente, sin embargo, hoy se sigue amenazando y condenando a teólogos y teólogas que disienten en cuestiones que son opinables.

Resulta irónico, además, que se rechace el sacerdocio de la mujer apoyándose en la tradición, cuando se abandona, simultáneamente, el viejo principio de la misma tradición según el cual en la Iglesia sólo es definitivo e irreformable lo que no ha sido objeto de formulación dogmática. Lo que un Papa considera definitivo, pero no objeto de definición dogmática, puede ser tenido por otro Papa como cuestión abierta, según demuestra la historia. Hace ya muchos años escribió K. Rahner estas palabras que el documento Ad tuendam fidem parece desconocer: “En el pasado se ha pensado y obrado no pocas veces como si una doctrina fuera ya irreformable en la Iglesia porque durante largo tiempo ha sido enseñada de manera universal, sin contradicción claramente perceptible. Esa concepción no sólo contradice a los hechos, puesto que muchas doctrinas difundidas un día de manera general han resultado problemáticas o erróneas, sino que es falsa en principio” (Sacramentum mundi, IV, 392).

Para imponer algo como definitivo en la comunidad cristiana hay que recurrir a los documentos fundacionales del cristianismo, al consenso universal de la Iglesia, al sentir de los cristianos y cristianas o a una tradición continua y valorada como tal por la teología y el magisterio. Ninguna de estas circunstancias parecen darse en lo concerniente al sacerdocio de la mujer. El problema se agrava si se tiene en cuenta la marginación de la mujer en la Iglesia, hecho que contrasta con su emancipación en el terreno social y político. Ello está produciendo en la Iglesia una fractura que puede ser tan grave o más que la de la clase trabajadora en el siglo XIX y la de los/las intelectuales y el mundo de la cultura en relación con el cristianismo en el siglo XX.

El documento Ad tuendam fidem es un paso más en la involución de la Iglesia y una grave hipoteca para los teólogos y las teólogas. Se vuelve al viejo adagio Roma locuta, causa finita de la época preconciliar y se impone una doctrina no en base a argumentos teológicos, sino bajo la amenaza de sanciones. Se pasa así de la autoridad de la fe a la fe en la autoridad, de la fundamentación teológica a la autoridad del cargo, del diálogo conciliar con la modernidad a una uniformidad doctrinal impuesta, que cierra toda posibilidad de disentir. Así, en muchos casos, los profesionales de la teología se rigen por el principio del miedo, que lleva a una doble actuación: en privado muestran su desacuerdo con el magisterio eclesiástico, mientras que en público dan el problema por zanjado expresando su adhesión. Frente a esta situación, los teólogos y las teólogas debemos asumir la prohibición evangélica del doble lenguaje y pedimos a la jerarquía que recuerde el planteamiento paulino, que no busca dominar sobre la fe de la comunidad, sino que defiende el discernimiento y la libertad de todos los cristianos y cristianas.

José María Díez Alegría y Juan José Tamayo son teólogos.

Apoyan este artículo: E. Aguiló, X. Alegre, E. Bautista, J. M. Bernal, J. Bosch, L. Briones, J. M. Castillo, J. Centeno, C. Domínguez, J. Equiza, J. A. Estrada, C. Floristán, B. Fo. 

La selva

El País - Domingo 31 mayo  1998 - Nº 758

MANUEL VICENT

Quería ir a una playa desierta. Se dirigió a una agencia de viajes. Allí le rogaron que se pusiera a la cola en un determinado mostrador. La cola de cuantos deseaban ir a una playa desierta era inmensa y cuando le llegó el turno ya no quedaban plazas. También estaban ya ocupadas todas las islas deshabitadas. Cambió de idea. Preguntó por un país exótico donde pudiera correr alguna aventura excitante. No había problema, aunque tenía que presentar el certificado de tres vacunas.  Por su parte la agencia pondría a su disposición un guía diplomado para que la aventura se desarrollara sin riesgo alguno, puesto que así lo exigían las normas internacionales.

Comenzó a desesperarse. Quería viajar a un lugar donde hubiera tribus salvajes, mosquitos asesinos, serpientes venenosas y policías peligrosos. En el fondo quería que lo mataran. En la agencia le dijeron que ese destino no existía. Hoy todas las excursiones al fin del mundo están organizadas y las cubre el seguro. Los cazadores y las fieras se han puesto de acuerdo para encontrarse en un punto concreto de la selva.

En vista de que todo el planeta se hallaba ya explorado desistió de su empeño. Sacó un billete al azar para el primer avión y al llegar al aeropuerto en un panel electrónico pudo leer: «En este lugar sólo el pasajero es un bulto más sospechoso que su propia maleta». No obstante, embarcó el equipaje hacia un punto desconocido, pero en ese instante un altavoz anunció que todos los vuelos habían sido suspendidos.

Se consideró atrapado. Pensó que aquella condena se debía a una culpa compartida con una multitud de viajeros que llevaba tirada en el suelo varios días en medio de una gran basura. Todo el aeropuerto hedía a humanidad estancada. De pronto supo que allí estaba la selva que buscaba. Las fieras habían sido sustituidas por las bacterias y las tribus salvajes por los guardias. De aquel caos sólo se podía escapar por el aire. El aeropuerto era el único lugar del mundo donde él aún podía ser un explorador y allí se sintió a sus anchas.

Entrevista a Miguel Delibes

Último premio Cervantes de literatura, en sus novelas, como en las del escritor norteamericano John Steinbeck, destaca el dominio en la creación de personajes sencillos, los que ve a diario en su Valladolid de siempre. Miguel Delibes mantiene viva, a los 73 años, la curiosidad por el mundo que le rodea.                            

-Ahora que ha colgado la pluma, que ha dejado de escribir, ¿qué es Miguel Delibes?

-Mire usted, yo por oficio no he escrito nunca, nunca he escrito por obligación.   

-Su mundo empezó a agonizar. Ahora las truchas no son truchas, las perdices son de granja. Imagino que todo eso da alas a su pesimismo visceral.

-La última vez que he ido a pescar ha sido al río que hay antes de Cistierna. Ahí cogí ocho truchas, que era el cupo. Las ocho eran como ocho colegialas, con su baberito, con las mismas pintas y el mismo tamaño, exactas. Pero, ya por curiosidad, a los que pescaban conmigo les pedí que abrieran sus cestas. Sus truchas eran exactas que las mías. Estábamos pescando en abril unas truchas que habían echado en octubre. Habían engordado un poco en el río. Esto termina con todo intento de caza y de pesca, porque hay a quien sólo le interesa tirar tiros y le da igual mater perdices de granja o silvestres. A mí, no. Yo salía al campo a competir con un pájaro, a ver si era más veloz, más desconfiado que yo, más esquivo y conseguía zafarse de mi persecución. Y yo, al revés, quería doblegarle, quería hacerme con él.

-En sus novelas las mujeres salen peor paradas que los protagonistas masculinos. ¿Insinúa todo eso un cierto grado de misoginia?

-El otro día, un buen señor me ha hablado de misoginia. Yo no he sido nunca misógino. Adoro a las mujeres y el hecho de que no me haya casado otra vez se debe a que no he encontrado lo que podía corresponder a lo que tuve. Tuve un buen matrimonio, tuve una mujer que me comprendió, que me ayudó mucho, y he dudado durante 18 años que pudiera existir otra mujer así. De ahí a ser un misógino media un abismo.

-La primera mujer de la que se enamoró fue Luciana, ¿no?

-Me enamoré de ella. Me acuerdo como si fuera hoy. Yo tendría seis años, porque a los siete estaba ya en los baberos.  Había una hermana Remedios que era viejecita y nos daba confites. Esa no me gustaba nada, pero la hermana Luciana fue el primer despertar de la belleza femenina.

-Tiene pocos enemigos, o ninguno. ¿Ha perdonado a Fraga Iribarne, que le apeara de la dirección del Norte de Castilla?    

-Tuve con Fraga un cisco muy serio y le tuve durante un tiempo aversión grande; después he olvidado todo. En lugar del hombre autoritario que trataba de imponerse por todos los me-dios y de engañar- me, ahora veo al hombre que va, como yo, a pescar o a cazar. Se me ha ido esa especie de resentimiento.

-Vivió la Primavera de Praga con mucho entusiasmo. El comunismo ha muerto, pero la gen-te del Este no es por ello más feliz.

-Tienen bonitos escaparates, pero no pueden comprar las cosas. Es tremendo. Yo escribí una carta a los checos, porque me lo pidieron cuando empezó la liberación. Les decía que no olvidaran los valores que tuvieron bajo el comunismo, la solidaridad, la ayuda mutua, la falta de codicia.

-Es la misma tesis que sostiene el Papa en una entrevista concedida a un intelectual polaco que publicó EL PAIS hace unas semanas.

-¡Ah! No lo sabía, no la leí. No me refiero en mi carta a los  checos de la resignación de aquellos tiempos del comunismo. Tenían un sueldo pequeño pero seguro. Ahora lo que nos viene a decir la democracia es que cuatro quintas partes del país van a vivir mucho mejor de lo que vivían, van a encontrar la alegría de vivir, pero la quinta parte queda marginada, entregada al hambre, la cuarta parte en el Este o el 80% en las naciones negras.   

-¿Sigue manteniendo su vieja tesis de los textos cortos?

-No podemos hacer las mismas novelas del XIX. Entonces la gente no tenía otro entretenimiento que leer novelas en los largos ocios. Muchos sucumbían antes que las novelas, moría antes el lector que la novela. Hoy hay que escribir novelas más cortas, que se lean en un viaje.   

-Todo conduce a la decadencia de la letra impresa. Hasta los periódicos son hoy electrónicos.

-El periódico escrito nunca morirá. Tiene varias ventajas. Una de ellas es que no se puede envolver una pescadilla en un telediario. Yo veo por nuestro periódico, El Norte de Castilla,  que sigue creciendo. Cuando y estaba en él me parece que la tirada era de 14.000 ejemplares. Luego pasamos a los 20.000, hemos llegado a los 30.000, estamos camino de los 40.000. Esto quiere decir que la gente sigue leyendo el periódico impreso.

-Pero se leía más periódicos en tiempos de la República.

-Pero es que entonces había poca radio y ninguna televisión. El único contacto que tenías en el mundo era ése, el periódico.

-¿Y los libros?

-El libro se vende mucho más que a principios de siglo. Si Baroja levantara la cabeza y viera que de un libro mío se venden en tres  meses 100.000 ejemplares, no se lo podría creer.

-Algo de eso le dijo a don Pío hace más de 40 años.

-Y tampoco se lo podía creer. Cuando yo le dije lo que vendía de mis libros me respondió: "No se lo crea usted, Delibes, eso es propaganda del editor". Pero, mire usted, don Pío, si me lo han pagado. ¿Cómo cree usted, con lo tiñosos que son los editores, que me van a pagar por libros que no han vendido? Y entonces intervino Verges, mi editor: "Pero, don Pío, es que las mujeres han empezado a leer". Se le cambió la cara. "Ah, si han empezado a leer ésas, no digo nada". Esas, dijo. Era un tipo genial Baroja, pero el pobre sacaba una novela y vendía 3.000 ejemplares. Y escribía dos o tres novelas en un año. Hoy, don Pío hubiera vivido en la abundancia.

-El género está de moda, la habrán pedido las memorias.

-Quita de ahí, hombre. Me han hablado de ellas, pero yo soy incapaz de tomarme eso en serio. Escribí las memorias deportivas, que a mí me divirtieron mucho al hacerlas, pero lo hice para no tomarme en serio, para hablar de actividades deportivas en las que nunca he  destacado y reírme de mis fracasos. Me sentiría ridículo escribiendo mis memorias. Ya lo has ido diciendo, lo poco que piensas, sobre  esos problemas en las entrevistas que te han hecho. No sabría por dónde empezar.

-¿Es sólo una cuestión de modestia por su parte?

-Mira, estos memorialistas son tan maliciosos que escriben no de memoria, ¿eh? Estos han llevado toda su puñetera vida un diario para desarrollarlo más tarde. Han pensado que eran tan importantes  desde niños que iban a escribir unas memorias cuando se hicieran grandes. Hay memorias que no te puedes tragar que se hayan escrito de memoria, sino sobre unas bases que se han conservado durante toda la vida. Una diario, una agenda, en las que has anotado todo lo que te pasaba. No haré mis memorias nunca. Eso ya lo puedes adelantar.

Entre la selva y la escritura
Bernardo Atxaga, autor de Obabakoak

La historia de Bernardo Atxaga es una de esas que cuentan los abuelos a los niños para hacerles ver las jugarretas de un destino al que ningún mortal puede escapar.

Hace ya unos cuantos años era un niño llamado Joseba Irazu, que acompañaba a su padre a cobrar los recibos de la luz por los caseríos del valle de Asteasu. Mientras el padre aceptaba el vino que los vecinos le ofrecían, él escuchó historias de niños y mayores que guardó en algún lugar de su memoria.

Con el tiempo se puso a escribir y las contó todas. La historia de aquel jabalí blanco que aterrorizó a su pueblo, la del pequeño ser que se hacía llamar Enrique de Tassis, y también relató las investigaciones que le llevaron a confirmar la relación entre los lagartos y las tinieblas en la mente de algunas personas. Sus cuentos, escritos en euskera, gustaron a la comunidad vasca, que empezó a comprar sus libros y a llamar al escritor para conferencias y coloquios.

Hasta aquí, Bernardo Atxaga, era dueño de la situación. Entraba y salía de casa, se iba de excursión o se ponía a escribir cuando deseaba. Pero de repente vinieron los premios y también el trabajo de hacer una versión al castellano de Obabakoak.  Así    fue como le entró un gran cansancio y la desazón de ver cómo pasaba un año a merced de los vientos de la fama y los copromisos.  Ahora que es un escritor premiado, que se ha reconocido plena-mente su trabajo, anuncia su deseo de dejar de publicar.

- ¿Por qué?

- Parto de una frase muy corriente que dice que "el pañuelo se hizo para la nariz y no la nariz para el pañuelo".  Mi oficio de leer y escribir ha sido una parte de mi vida. Después de 20 de trabajo tomé la decisión de publicar Obabakoak, el libro resumen, el libro muestra comparable a esos pisos piloto que se enseñan como referencia. Empecé mis tertulias literarias en el viejo edificio del Arriaga de Bilbao y allí nació la Banda Pott, la banda fracaso, que siempre pensó que en la poesía y en la literatura había demasiada    palabra gastada, demasiada costra. En ese lugar empecé a ser el escritor que ahora soy. Ese recuerdo es un guiño a mis amigos, con el que les digo: "Me acuerdo de que empezamos allí y hasta aquí hemos llegado". El Premio Nacional de Literatura y sacar el libro en castellano han llevado mi cansancio a extremos preocupantes, porque eso implica otro ritmo de vida. Yo no puedo vivir otro año como he vivido éste, porque, entre otras cosas, me volvería loco.

-  Ha anunciado que piensa escribir un ensayo sobre la relación entre el humor, la desgracia y la verdad.

-  Creo que la imagen que se tenía del siglo XIX no ha cambiado en nuestros días.

    Para    los románticos, el autor era el eje central de la literatura. Ahora ocurre lo mismo. La gente reconoce a los autores, no a las obras. No se reconoce que un autor escribe un libro a partir de un grupo. Un escritor está relacionado con muchos escritores. Uno puede escribir porque antes lo hizo el autor X y anteriormente el autor Y. Nadie es ese escritor genial y único. Yo debo la mitad de lo que escribo a mis amigos. Hay personas que me han enseñado cosas inesperadas, insólitas. Siempre he apreciado a la gente que habla del objeto y no se limita a hablar de sí misma. También debo mucho a mis lecturas. Cuando tenía 20 años fueron fundamentales para mí Kafka, Brecht y Dylan Thomas. Además, recuerdo los libros de Adamov, que me influyeron en esa fase inocente de la vida. Pero soy economista de formación y no sólo me han influido libros de literatura. Me gustan mucho las matemáticas, una asignatura con la que empecé en malas relaciones, pero que luego comprendí.

    Me influyen todas las lecturas, las reflexiones de todos los que han escrito, aunque algunas más que otras, claro. El momento en que Joseba Irazu se transformó en Bernardo Atxaga no es fácil de establecer ahora.

-  Quizá todo se fraguó cuando de niño se quedó en casa más de una tarde porque a su madre, maestra de Asteasu, no le gustaban algunos de los planes de los jóvenes del pueblo. Atxaga siempre dice que los hijos de la maestra nunca aprenden a pescar ni a bailar. "Y nací con el convencimiento de que no se debía matar animales", asegura, y piensa que "las maestras son menos dadas al jolgorio que las campesinas".

   Desde luego, algo le debe a aquel jefe de sección con quien se topó una vez que acabó la carrera de Económicas, en los ocho escasos meses en que trabajó en una empresa.

    Pronto supo que aquello de "Irazu, tráigame esto", o "Irazu, hágamo esto otro" era algo para lo que no estaba destinado.

    Pero la clave de este proceso de simbiosis hay que buscarla en una de las tardes de Bilbao de hace 15 o 20 años. Atxaga entraba a un bar o tal vez a un recital de poemas de Gabriel Aresti, y allí se encontró con el hoy cantante Ruper Ordorika y con el poeta Joxemari Iturralde. Ellos y otros amigos fundaron la Banda Pott, y de esta colaboración nació Henry Bengoa inventarium, una historia poética. La Banda Pott llevó a escena el relato de Henry Bengoa con el único adorno de la música. Querían hacer un recital de poesía que no fuera, como todos, aburrido y grandilocuente, y se propusieron interesar al público como lo haría una película de Hitchcock.  Según Atxaga, lo consiguieron, ya que en los recitales la gente permaneció muy atenta y "no se escuchaba ni una mosca".

    Ha escrito muchos cuentos para niños. Le interesa mucho la división entre mundo rural y urbano.

-  "Para mis escritos encontré una una división que proviene de la Edad Media, que es la división entre selva y cultura. La selva es el lugar de la soledad, el lugar donde la normativa social no impera. Allí van los marginados, los ladrones, los asesinos, los que han perdido la guerra. Es el lugar donde la normativa social no impera. Me di cuenta de que muchas de muchas de las cosas que había visto en mi infancia entraban de lleno en esta división. Mi infancia fue muy feliz. En aquella época llegaban tres periódicos al pueblo. Venían en tren y la señora Justa iba con su carro a buscarlos. A los 13 años fui a estudiar a Andoáin, un puebloindustrial, y eso fue un auténtico choque. Por ejemplo, me asombraba que los chicos y las chicas anduvieran juntos en el mismo grupo de amigos. Digo muchas veces que mi mundo familiar es un mundo en miniatura. En mi familia no ha habido fugas ni ha existido mucha imaginación sentimental. He vivido en Bilbao y Barcelona. Cuando la casa familiar, donde habían vivido mi padre,  mi abuelo y mi bisabuelo, se quedó vacía, decidí volver a Asteasu.

     No es una casa que esté en el monte. Está en el centro del pueblo. Allí he vuelto a tener amigos, que son, claro, más pequeños que yo.

   Pero desde hace algunos años vivo en varios sitios. Tal vez un año me vaya y no vuelva, pero lo veo difícil, porque la vida no es algo abstracto, sino algo físico: un camino, una casa, un amigo. Yo nunca he vivido como pez en el agua. En euskera se dice como los pájaros entre el trigo. Yo nunca he vivido así, pero cuando me he sentido asfixiado, me he marchado. Creo que los trenes están ahí para que los cojamos.

-  Parece que no entra en sus planes fundar una familia.

-  Creo que este oficio no es compatible con una familia numerosa, porque a mí me trae mucha inestabilidad. Sin embargo, últimamente me he aferrado mucho a mis núcleos afectivos, porque siempre que salía a la mar había tormenta. Cuando uno lleva una vida agitada, procura tener un lugar al que aferrarse.

-  Atxaga es un investigador del lenguaje y de las estructuras narrativas. Bajo el cobijo de Obaba, su territorio imaginario, ha ideado fórmulas "para escribir un cuento en cinco minutos" y es autor de un Método de plagiar. A los 20 años leyó al poeta Gabriel Aresti. Tres años más tarde "ya había conseguido leer toda la literatura vasca que el dictador no había conseguido quemar", según ha dicho. Un día decidió dejar cualquier otro trabajo para escribir, y en esta tarea ha sufrido las consecuencias de la lengua literaria vasca. Era cuando algunas palabras se le resistían al uso, le resultaban pesadas, duras, y sabía que molestaban al lector "por la falta de un número suficiente de libros como para crear costumbre".                             

-  Me llama la atención el tópico que une humor con desgracia. Lear, el autor de Recetas  insensatas, un autor muy divertido, es un hombre marginado que odia su nariz, que es inmensa. También está el tópico cursi sobre los payasos, según el cual por dentro llevan una gran desgracia.

    También me interesa analizar la propia labor del escritor. Un día, en el  Museo de Autómatas del Tibidabo, vi uno que se llamaba  El Poeta Se Duerme. Le metías una moneda, el poeta empezaba a escribir y poco a poco se le iba acabando la cuerda, hasta que se quedaba dormido. Pero lo que a mí me llamó más la atención es que estuviera vestido de payaso. 

Diana de Gales acapara las pantallas de televisión  

[EL PAÍS]

Diana de Gales moría a las cuatro de la madrugada del domingo pasado. La princesa, de 36 años, falleció tras sufrir un accidente de automóvil en el que también murió su actual compañero sentimental, Dodi al Fayed.

El despliegue de las cadenas de televisión al conocer la inesperada noticia no se hizo esperar. Todas se apresuraron ayer a modificar su programación para ofrecer a sus espectadores informaciones puntuales de una tragedia que ha conmocionado al mundo entero.

Hoy, lunes, continuará la amplia cobertura informativa y los contenidos de programas como Gente (TVE-1, 19.55) o Qué me dices  (Tele 5, 15.40) estarán dedicados a dar cumplida cuenta del suceso. A lo largo del día se ofrecerán diversos especiales y en los informativos y telediarios, la muerte de Lady Di será una noticia de carácter prioritario.

Antena 3, después de la emisión de Extra Rosa  (15.40) que presentan Rosa Villacastín y Ana Rosa Quintana, ofrecerá Diana, su verdadera historia (16.30), una producción ya emitida por la cadena privada que está basada en el bestseller del mismo título escrito por Andrew Morton.

Esta serie ofrece un retrato de la personalidad de la princesa de Gales a través de distintos episodios de su vida: desde sus problemas infantiles, hasta el distanciamiento de su matrimonio con Carlos de Inglaterra, sin olvidar sus intentos de suicidio, sus problemas con la anorexia y su relación con la reina Isabel

 Franco y los revisionistas

EL PAÍS - Viernes 26 junio 1998 - Nº 784

MARIA ANTONIETTA MACCIOCCHI

Escribo para EL PAÍS, apreciado diario de siempre, en cuyas páginas me siento libre, en algunas ocasiones más que en Italia, donde la censura ha hecho su aparición en los grandes periódicos que hoy avanzan sobre carriles revisionistas. Es más, existe un vértigo de revisionismo que, como un tornado, arranca las páginas de los diarios. ¡Qué escándalo si Franco no es fascista! es el título de un artículo un poco provocador de Sergio Romano aparecido en el Corriere della Sera [el pasado 6 de junio] . Y como mis amigos españoles me preguntan quién es este Sergio Romano tan tajante que absuelve a Franco del fascismo, me veo obligada a aclarar, al menos un poco, este asunto.

Romano no es un pensador a lo Furet, ni es un historiador a lo Braudel, sino sencillamente un ex embajador italiano. Su último destino, en la cima de su carrera, fue nada menos que el de embajador en Moscú. Pero dimitió por motivos que siguen siendo un poco misteriosos. Creo que formaba parte de aquellos funcionarios cuya frustración radica en el hecho de que, tras escribir cuidados informes sobre perspectivas de futuro en los ministerios de Asuntos Exteriores, nadie los lee.  O bien los guardan en cualquier cajón. De esta frustración se liberó el embajador Romano al dimitir, al pasarse al periodismo, primero como editorialista de La Stampa y ahora del Corriere della Sera. Milagrosamente, ahora todo lo que escribe es citado hasta la saciedad.

Yo lo conocí como diplomático de alto rango en París a cuya elegante casa de la calle de Talleyrand acudían visitantes que tenían peso histórico e intelectuales de izquierdas, que en aquellos tiempos simpatizaban completamente con la China de Mao. Yo era una disidente antisoviética. Sin embargo, contaba con su admiración gracias a aquel libro sobre China que en París se había convertido en un éxito de ventas. Ahora vuelvo a encontrarme con Romano, después de tantos años, un poco más arrogante, seguro de sí mismo, más bien presuntuoso, como editorialista ex embajador, a la cabeza de un equipo de intelectuales periodistas relacionados con la revista Liberal, inmersos en un revisionismo un tanto cuarteado. Parecen tener la ambición de recuperar el terreno perdido, de reconquistarlo, tras haber obsequiado durante largo tiempo al poder democristiano, o a Andreotti, como sucedía antes de la caída del muro de Berlín.

En las últimas semanas, el gran hallazgo revisionista de Romano ha sido la rehabilitación de Francisco Franco. No, no era un fascista, afirma Romano. Al contrario, era el hombre que tuvo la habilidad, con el apoyo de las fuerzas del Eje, de derrotar a la República Española, impidiendo, mérito histórico, que España se convirtiera en la primera democracia popular sometida a Moscú. Una paradoja, no sólo debido al exiguo peso de los comunistas en España y sobre todo a la ausencia de fronteras comunes con las futuras repúblicas populares y con los tanques de Stalin.

En el fondo, son neoliberales en busca legitimación, que intentan darse a sí mismos una historia de lucha antitotalitaria.  No sólo para eliminar a la izquierda más pura, sino a todos los demás intelectuales que tienen una verdadera historia de disidencia (como quien esto escribe, que es algo conocida en España a través de sus libros, de los que sólo citaré un título:

 

Después de Marx, Abril

 

No habría entrado en esta historia revisionista un poco grotesca si no tuviera que evocar mi aventura española, más que a Romano, a mis lectores. Como quienes han estado en el gueto de Varsovia, o en Bosnia, también deben tener recuerdos. El recuerdo no empalidece. Y, por ello, me siento obligada a contar, a propósito de la democracia franquista, mi experiencia un poco aterradora

Era el 1 de mayo de 1964 cuando, como periodista de L’Unità, fui arrestada en Madrid. En aquella época, tras el asesinato de Grimau y la huelga en Asturias, Franco fingió querer liberalizar el régimen y decretó la libre entrada de los periodistas. Así pues, L’Unità me envió a Madrid. El subdirector del periódico era entonces mi amigo Luigi Pintor.  Y no supe decirle que no. Me convenció de que en Madrid, según las informaciones confidenciales llegadas a los periódicos comunistas, la sublevación contra el caudillo era inminente. La manifestación del 1 de mayo en la Casa de Campo marcaba el gran punto de inflexión de la rebelión.  Pero en el parque de la Casa de Campo, adonde fui a parar procedente de París, no había manifestación. Sólo vi a familias que merendaban sobre el césped. Me alojaba en un hotel de lujo, como me aconsejaron en el periódico, el Plaza de Madrid. Telefoneé a L’Unità para avisarles. “ Pero ¿sobre qué voy a escribir?, ¿sobre accidentes de tráfico? He recorrido el parque de cabo a rabo, he mirado detrás de los arbustos, de los árboles, debajo de las piedras, y no había nada. Ni siquiera una pancarta roja, una pintada, un ‘¡Muera!’ o un ‘¡Viva!’. Gente, sí, había mucha...”. ¿Cuántas personas?  Tal vez cincuenta mil... Muy bien, me respondieron en el periódico, todos esas personas eran manifestantes antifranquistas. Y entonces intervino el director. Dijo que era un éxito formidable de la lucha antifranquista. Me pidió que escribiera al menos cinco cuartillas sobre este 1 de mayo mío en Madrid.

Así comenzó mi aventura, así viví la última ilusión española.  Acababa de hablar por teléfono, recorría las suaves alfombras del vestíbulo del lujoso hotel y me dirigía a la cita con un elegante embajador de Italia, que me había tranquilizado diciéndome que si me seguían por la calle era porque los españoles son galantes; fue entonces cuando me cogió una especie de mastodonte vestido de negro. “Policía”, murmuró.  Y mostró una placa como de sheriff . Otros tres agentes se lanzaron sobre mí como si fuese una terrorista y me inmovilizaron. Cuando pedía ayuda, los turistas y los empleados del hotel miraban para otro lado. Me metieron violentamente en un coche que llevaba los distintivos de la policía. Estaba conducido por agentes vestidos de uniforme.  Me llevaron a la temible y siniestramente célebre Dirección General de Seguridad. Me quitaron el bolso, me confiscaron el carnet de pe riodista y el pasaporte. Me fotografiaron como a una delincuente, de frente y de perfil, y tomaron mis huellas digitales. Uno tras otro, fueron llegando los jefes de la Jefatura Superior de Policía, hoscos individuos capitaneados por un gordinflón que se parecía a Mussolini, calvo, de barbilla prominente, que me trató como si fuese una cualquiera.

Me bombardearon a preguntas: “¿Para quién trabaja? Usted ha venido a España muchas veces. Usted ha preparado la huelga de Asturias. Tiene que darnos el nombre del hombre que tiene la copia de la llave de su habitación de hotel y al que le entrega el material clandestino y las fotografías. ¿Dónde ha escondido la cámara?”. Lo negaba todo, ya que todo era mentira. Me llevaron a la habitación del hotel y la registraron de arriba abajo sin encontrar nada. Prosiguieron con el interrogatorio: “¿A quién ha visto en Madrid?”. Lo sabían, me habían seguido. Sólo había ido a la United Press y a la delegación de Le Monde para pedir a los colegas algunas informaciones: me miraban sorprendidos y preguntaban:

“¿Cómo ha llegado usted hasta aquí?”. No creían en absoluto en la libertad del régimen para los periodistas. En la gran Universidad Complutense de Madrid pasé toda una tarde entre muchos jóvenes estudiantes. Nadie me respondía, ni siquiera al saludo. Un pueblo mudo, aterrorizado. Ésa es la impresión que me dieron los jóvenes españoles. A mi alrededor había miedo, como un lago denso en el que la gente nadaba intentando no ahogarse. ¿Era ésta la democracia franquista de la que habla nuestro embajador?

Pasé la noche en una celda oscura, donde el carcelero me dio dos mantas y me encerró. Había un camastro sucio y manchas que parecían de sangre. En las paredes, inscripciones extrañas con nombres de detenidos, tal vez ya muertos, hechas con las uñas: Sebastián, Sánchez. Tuve un momento de emoción, me convencí de que se había apoderado de aquel lugar una ferocidad más que palpable, como en otras cárceles lejanas, quizá en la siniestra Lubianka. A las siete de la mañana, el carcelero me puso en fila con los delincuentes comunes y las prostitutas para recibir un plato de sopa aguada. Era el día del Corpus. Las mujeres no me miraban: bajaban la mirada, como todos aquellos con quienes me había encontrado. Y no respondían, ni siquiera cuando les sonreía.

Último acto: me sacaron de la fila y me ordenaron que recogiera mis mantas. Pensé que todo se había terminado y, en cambio, me metieron en una de las tres celdas de aislamiento.  Un guardia vigilaba por la mirilla todos mis movimientos.  Una mujer policía entró y me cacheó por todas partes, incluso por las más inusitadas. Por la tarde me sacaron de allí y volvieron a llevarme a la Dirección General, de donde me expulsaron con grandilocuentes exabruptos del estilo: “Ésta es nuestra democracia con Franco, no aceptamos a sus enemigos”. Me soltaron sólo porque en Roma empezaron a buscarme, porque, desde hacía 48 horas, ni en el periódico ni en la Embajada conseguían saber adónde había ido a parar.  Había desaparecido. Cuatro policías me escoltaron hasta la escalerilla del avión Caravelle: ¡la libertad! Se abrían paso entre los turistas sin dejar de gritar “¡policía!”: mi aventura española estaba llegando a su fin junto con aquel falso 1 de mayo. Y logré gritar, antes de dar la espalda a los policías:

“No regresaré nunca más a este país hasta que no haya muerto Franco”. Algo que se haría realidad poco después. Dedico al embajador Sergio Romano y a sus amigos revisionistas estas líneas, que hacen más verosímiles sus delirios históricos bajo la democracia del dictador Franco. Ya de regreso a Roma, Saragat, ministro de Asuntos Exteriores, escribió una noble protesta oficial. L’Unità sacó un titular con grandes caracteres sobre mi terrible experiencia: “El enviado de L’Unità, arrestado y expulsado en Madrid”.

Dieciséis años después, una vez elegida diputada al Parlamento Europeo, volví a España. Poco antes había fracasado el golpe de Tejero. Yo formaba parte de la Comisión Política del PE. Ningún país miembro de la Comunidad Europea quería permitir la entrada de España, a la que consideraban una herencia venenosa del fascismo. Para la Europa democrática era un legado de Franco. Mi acción entonces fue la de apoyar apasionadamente a la España que estaba surgiendo tras la muerte del caudillo. Presenté mociones y defendí ardorosamente a la nueva España y su adhesión a la Comunidad. El miedo de ese pueblo, de esa juventud española, casi prisionera del dictador, me había helado el corazón muchos años antes, y todavía ese hielo no se había deshecho. Quería, para ellos, que España formara parte plenamente de la comunidad democrática.

Con Juan Luis Cebrián, que era muy joven y por aquel entonces director de EL PAÍS, logramos convocar en Madrid, con el apoyo de Jacques Delors, un congreso de intelectuales europeos cuyo título era La identidad cultural europea. El congreso se celebró precisamente en esa Universidad Complutense que yo había atravesado perseguida por los agentes de Franco muchos años antes. Esa identidad europea hundía sus raíces en nuestro antifranquismo, en el antiguo odio a las dictaduras. A Madrid vino Delors. Y vino Simone Veil.  Existe una foto, que dedico como respuesta a los revisionistas de hoy: junto a la cabeza morena de Simone Veil -que todavía llevaba grabado en el brazo el número del campo de concentración nazi, y que después se convertiría en presidente del Parlamento Europeo- se ve la cabeza rubia de quien esto escribe, ambas inclinadas sobre la resolución que pide la entrada de España en Europa. En los acontecimientos todo tiene su lógica, y la historia es una historia de larga duración. Esta aventura española mía se la dedico hoy a los revisionistas como Sergio Romano, que están a la búsqueda de una legitimación propia, de la que nosotros, como Simone Veil y tantas otras personas, no tenemos ninguna necesidad.

Maria Antonietta Macciocchi es escritora y periodista italiana.

Lisboa, antigua y señorial

EL PAÍS - Domingo 20.06.1998

Después de conocer ayer las maravillas de los Océanos en la Expo 98, hoy la capital portuguesa nos abría sus puertas. Esta ciudad, que perteneció a españoles y árabes, posee magníficos monumentos que hemos tenido ocasión de visitar.

El programa se presentaba muy completo. Por la mañana admiramos el “Monumento a los Descubrimientos”. Esta gigantesca construcción de estilo manuelino se alzó en 1960 siendo este el símbolo del espacio imperial preservado por los portugueses a lo largo de los siglos.

 

La imponente obra nos muestra en sus relieves a grandes personajes que fomentaron los descubrimientos y la colonización de nuevas tierras como Vasco de Gama o Fernando de Magallanes. La siguiente parte de nuestra visita fue la torre de Belém, del siglo XVI, que en la época tenía como función controlar el tráfico de embarcaciones y mercancías por la desembocadura del Tajo.  Su estilo es igualmente gótico-manuelino con decoraciones de cuerdas, nudos y cruces. Esta última construcción es una torre de gran belleza en parte, porque se encuentra varada en el río como si de un islote se tratara. El monasterio de los Jerónimos, que completaba la sesión matinal, fue construido en el siglo XVI pero sufrió modificaciones hasta el siglo XIX. En este lugar disfrutamos de un espectacular pórtico manuelino y pudimos visitar los sepulcros del navegante Vasco de Gama y el escritor portugués Camoes.

 

Estas visitas, dejaron bien claro que Portugal fue uno de los grandes países descubridores y que al mismo tiempo que el Almirante Cristóbal Colón viajaba a las Indias por la ruta de Occidente, ellos navegaban hasta la India y el Japón por el Oriente. Después visitamos el Palacio Presidencial donde fuimos recibidos por el representante del Presidente de la República, donde se acuñó una moneda conmemorativa de Vasco de Gama, como recuerdo de los importantes viajes que realizó, y que sirvieron para establecer un fuerte vínculo con los viajes de Colón, ya que éste último no hubiese podido realizar sus expediciones sin la ayuda de los portugueses.

 

No podemos olvidar la visita que realizamos a la iglesia de San Roque. De estilo barroco, está ricamente decorada con espectaculares retablos de los cuales, uno en concreto, fue construido y traído desde Italia pieza por pieza. La majestuosidad del templo me impresionó y me sentí atónito, preparado para escuchar un concierto para órgano de música barroca. Después de la agradable actuación, Jiri Sommer, el profesor de violín checo que acompaña a la expedición nos deleitó con una selección de obras que dejaron boquiabiertos a gran parte del joven público.

 

Paralelamente al transcurso del concierto, los estómagos de los expedicionarios rugían de hambre y a la salida, fuimos directamente a cenar invitados por el Presidente de la Cámara Municipal de Lisboa. Después de la cena, tuvimos la oportunidad de conocer un poco el folclore musical portugués, hasta que el toque de corneta de nuestros monitores nos hizo regresar a nuestros autobuses.

 

El día fue, en resumen, muy completo. Al mismo tiempo que conocíamos nuevos lugares, estrechábamos lazos entre participantes de diferentes países. Pero hubo otras muchas cosas que resultaron interesantes como las conferencias sobre el arte manuelino y los paseos por Lisboa que nos dieron la oportunidad de conocer a las gentes y costumbres de la capital lusitana.

Entrevista con Paloma Picasso

Pablo Picasso demostró que apartarse de lo establecido puede ser artísticamente fecundo.

Era difícil ser hija de Pablo Picasso. Para sobrevivir a ello me esforzaba en hacer cosas, y al final hacía todo lo que la gente nomal no hace. (Paloma Picasso)

 

Hija de un genio septuagenario, fue la modelo inconsciente de un Picasso enternecido que pintó cientos de bocetos, dibujos y óleos de Paloma desde que estaba en la cuna. Vivió con su padre hasta los cuatro años de edad.

–Hasta que pudo adoptar el apellido de su padre [Picasso], usted se apellidó Gilot. ¿Habría tenido la misma suerte profesional si hubiera adoptado su apellido materno?

–Sí, aunque van a decir por ahí que soy presumida. No hubiera tenido el nombre, pero tampoco hubiera tenido el problema de ser oficialmente la hija de Picasso.

–Usted pasó una crisis en el año 1973 y abandonó su actividad creativa como diseñadora en Europa.

–Yo dejé de dibujar después de la muerte de mi padre; primero, porque estaba deprimida; segundo, porque si hacía algo tenía que enfrentarme con la prensa y acabarían hablando de mí padre, lo que no me iba a divertir mucho, y después, porque empezamos a trabajar sobre el museo, y estar viendo picassos todo el día y trabajar al mismo tiempo es imposible.

–¿Cuál es el último recuerdo que tiene de Picasso?

–No me gusta hablar de esto porque tendría que hablar de Jacqueline. Se suicidó, así que me desagrada hablar mal de ella y al mismo tiempo me es difícil hablar bien. Yo nunca tuve una pelea con mi padre. En mi vida. Yo no tenía nada que ver con el libro que escribió mi madre, pero Jacqueline [la última mujer de Picasso] lo tomó como una razón para que no pasáramos las vacaciones con él. Y llamaba a la casa y me respondían que mi padre no estaba, pero él tampoco sabía que yo había llamado y yo quedaba como una ingrata que no quería saber nada de él. Así que fue una relación que se deshizo por causas exteriores, no por problemas de relación entre él y yo directamente.

–Usted vivió con él hasta los cuatro años.

–Bueno, con mi padre y mi madre juntos. Después pasé todas las vacaciones con él, que son cuatro meses al año. Como no iba a la escuela, me pasaba de la mañana a la noche con él, no era para mí un extraño para nada.

–¿Qué faceta de su padre descubrió a través del libro de su madre?

–Yo tenía 14 o 15 años, y como vivía con mi madre me leía lo que iba escribiendo. Otras historias ya me las habían contado. Es extraño, porque mis recuerdos muchas veces pasan por libros, o por fotos que salieron en los diarios, más que por fotos que yo guardé en un álbum personal. También crecí oyendo ciertos nombres que habían muerto 20 o 30 años antes. Claro, antes de que yo naciera, mi padre había vivido tres vidas como mínimo.

¿Cómo desenamorarse?

Dos meses hará ya, querido Fabio, que me consultaste sobre si conocía yo algún remedio para desenamorarse. Todas las semanas he pensado en contestarte desde aquí, públicamente, pero sigo sin dar con otra solución que aquella, inservible, que te anticipé de vida voz cuando me hablaste del asunto.

Sigo pensando que la distancia es el único antídoto que ofrece garantías. No me demoro más en confirmártelo por escrito, pues ya desisto de hallar otras alternativas y temo que pudieras creer que he olvidado tu problema.

En otros tiempos, el varón aquejado de un amor que sabía imposible optaba por la geografía. Si era poco ilustrado, se alistaba en alguna empresa colonizadora, mataba algunas decenas de infieles y luego bautizaba románticamente las posesiones adquiridas como Nueva Pepita o Santa Genoveva, en delicado homenaje a su lejana amada. Otros se enrolaban como marineros, con la esperanza de que las olas del mar les meciesen como brazoso incansables de la ingrata, de la madre o de una y otra en días alternos. Finalmente, los más cultos llenaban un baúl de libros como lastre que dificultase su regreso y se iban a Italia o Andalucía a escribir la crónica de su excursión con prolijos dibujos incluidos. Muchos de estos últimos viajeros hicieron aportes meritorios a la botánica, a la recopilación del folclor e incluso a la antropología. Los pueblos mediterráneos debemos culturalmente mucho a lo esquivo de algunas damas nórdicas. Dudo mucho que los turistas japoneses actuales aprovechen las ventajas que nuestro suelo y clima ofrecen al olvido amoroso, pues despachan con sus cámaras velozmente el paisaje físico y humano y quedan de inmediato a la espera de tomar un avión para tentar a la amada con sus diapositivas.

Un techo de nubes negras

EL PAÍS - Sábado 21 marzo 1998 - Nº 687

JUAN CRUZ

Hace 25 años, en la estación de Mendoza, Argentina, dos escritores aún jóvenes se encontraban frente a frente; uno todavía no había inaugurado su fama y el otro ya era un encumbrado novelista que había dado al siglo uno de los libros más extraños y románticos de las letras españolas.  Ambos eran argentinos y compartían una noble ingenuidad sobre el futuro. Eran Oswaldo Soriano, que en esa sesión posaba como periodista del diario La Opinión, el periódico ya mítico de Jacobo Timerman, y Julio Cortázar, que venía de una contradictoria pero refrescante gira por América Latina;

Brasil le había parecido «un cadáver perfecto», pero sintió que Perú se movía, y Chile le abrió una gran esperanza, hasta el punto que ponderó entonces -tan pocos meses antes del pinochetazo - la gran capacidad de respeto por la legalidad que tenían quienes perdieron ante Salvador Allende... por lo que se refiere al propio país de ambos, la conversación que resultó de aquel encuentro transpiraba fervor, esperanza democrática, ansia de normalidad después del peronismo; con respecto a América Latina en general, además, Cortázar seguía prediciendo lo que fue el núcleo de su propia utopía política: «América Latina será socialista o no será». En lo que respecta a todos los otros procesos, a la vista está lo que ha sucedido por debajo de las palabra y de los deseos del autor de Rayuela, y en lo que afecta a Argentina ya se sabe también que la bota militar cercenó durante años -el golpe fue el 24 de marzo de 1976, precisamente- no sólo la esperanza sino la vida concreta de miles de argentinos. Esta barbarie no la podían prever ni Soriano ni Cortázar en aquella entrevista memorable que Timerman publicó a lo largo de tres páginas sin apenas ilustraciones de su diario, golpeado también luego por el basto mando militar. Si acaso, de toda aquella conversación sobre lo que podía venir lo único que quedó en pie fue la percepción que de Mendoza tuvieron Soriano y Cortázar: una ciudad construida sobre un desierto, en la que ahora se sigue escuchando el rumor del agua inventada en las acequias y el olor del aire.

Eran tiempos de esperanza, persistía la utopía. Cortázar venía de Europa a comprobarlo. Antonio di Benedetto, el gran escritor de Mendoza, cuya novela Zama tienen ahora los jóvenes como un monumento literario, también lo vio llegar, y escribió en el periódico Los Andes lo que dijo un adolescente al creer que lo vio: «Si no fuera porque sé que Cortázar está en Europa, juraría que esta mañana lo vi en la calle San Martín». Era el 10 de marzo de 1976 y, como escribió Oswaldo Soriano al principio de su entrevista -como si el autor de Una sombra ya pronto serás escribiera el título de uno de sus libros-, «un techo de nubes negras adelantó la noche» sobre la ciudad de Mendoza.

Tres años exactos después de ese viaje los tres escritores vieron caer sobre Argentina, de golpe -de golpe, exactamente-ese techo de nubes negras que acabó con la libertad y la vida de muchísimos ciudadanos; Cortázar lo sufrió desde Europa, lastimado esencialmente en su ingenuidad política doblemente herida, Di Benedetto fue salvajemente torturado, desaparecido en vida, despojado de la esperanza de seguir viviendo, y finalmente libre pero definitivamente herido; Oswaldo Soriano se fue al exilio, y allí estuvo alimentando una tristeza honda, desgarrada, que, al volver a su país, prosiguió de tal modo que se negó a vivir de día para no verse a la luz ante el país que luego le vio morir, como una sombra, en la más pura melancolía, como si le diera vergüenza Argentina.

Fueron tiempos terribles para este país hermoso, y se vieron caer esos tiempos como el techo de nubes negras que le dio la bienvenida a Cortázar en la estación de Mendoza. Cruzó como un hielo el presente y el porvenir de Argentina, y hoy persiste con la voluntad que tiene la basura de regresar del mar, de revolverse contra el fango que pretende atraparla. Fueron años de implicaciones terribles, y todas salen a flote, aunque los poderes políticos actuales las traten de tapar con las manos del punto final; las nubes están ahí; están en las conversaciones y también están en los silencios; no se dice, pero se sabe qué no se está diciendo. Una joven periodista de Mendoza, Marcela Furlano, está haciendo una investigación sobre lo que ocurrió en su tierra, y declara ahora que lo que la justicia española hace desde Madrid para aclarar qué sucedió en esos años grises ayuda a avivar la conciencia argentina.  Pero si todo pasó..., le dicen. Ella sonríe con ironía: los antiguos torturadores se sientan en los bares al lado de sus torturados, y son desafiantes y combativos, como si no hubieran sido ellos parte de la ignominia. Astiz no es el único que se jacta, ni es el único que se ampara bajo el silencio decretado. Uno de sus investigados llamó a la joven periodista: «Sé dónde vives...» era la frase, sigue siendo la frase.

Desaparecieron bajo ese techo 30.000 personas; Gastón Bustelo, que ha investigado aspectos de la matanza sistemática que inició la Triple A, recuerda la frase que se decía en el vecindario cuando desaparecía un ciudadano:

«Por algo será...». Bajo ese techo vivió un país admirable que ahora busca otra vez que de su paisaje se recuerde sólo aquel rumor del agua, el olor del aire que disfrutaba Cortázar antes de que cayera sobre su tierra aquel techo de nubes negras.

El profesor y la muerte

EL PAÍS - Viernes 17 abril 1998 - Nº 714

ANTONIO ELORZA

Pol Pot se sirvió a lo largo de su vida de muchos nombres, pero el suyo verdadero era Saloth Sar. Nacido hace 73 años, su familia tenía estrechas relaciones con el Palacio en Phnom Penh: allí trabajó su hermano y su hermana Saroeun llegó a ser concubina del rey Monivong. Parecía, pues, destinado a formar parte de la élite camboyana. Estudió en una escuela católica, sufrió la disciplina de un monasterio budista y durante tres años estuvo becado en Francia. Volvió hecho un afable profesor de literatura francesa, aficionado a Rimbaud y a Verlaine, pero también convertido en militante comunista, pronto clandestino y sometido al riesgo de muerte que implicaba la represión del rey Shihanuk. La doble vida llevada durante 10 años concluyó en 1963, cuando ya era responsable político de Phnom Penh. Desapareció en el maquis y su identidad quedó borrada bajo las designaciones de «Hermano Secretario» y «Hermano Número Uno».

Desde la sombra dirigió la guerrilla de los jemeres rojos y sólo emergió de nuevo como Pol Pot igual a Saloth Sar en 1977. Hasta entonces incluso había ocultado que era el Partido Comunista quien ejercía el poder desde el 17 de abril de 1975 en la nueva Kampuchea. Sólo había el Angkar, la omnipresente organización que dirigía el gigantesco experimento de pedagogía y terror, cuyos «ojos de piña» fundían el totalitarismo estalinista y las formas de control mágico de los espíritus (neak ta) sobre la comunidad rural. La intervención militar vietnamita le hizo salir del país el 7 de enero de 1979. Pero gracias a la ayuda tailandesa, con el respaldo de Estados Unidos, pudo rehacer sus bases en las zonas rurales del país, al tiempo que su alianza con el rey Shihanuk en 1982. Buena parte de Camboya volvió bajo su dominio en 1996, pero luego las disidencias internas le debilitaron hasta convertirle en prisionero de sus propios hombres.

En la utopía sanguinaria de los jemeres rojos, la voluntad pedagógica de Pol Pot se apoyó en la experiencia maoísta del Gran Salto Adelante para forjar un nuevo país de campesinos revolucionarios, «los diamantes de la tierra». «No hay más que una clase», proclamó, «la clase campesina». Las ciudades fueron vaciadas sin previsión ni recursos algunos, y sus habitantes, convertidos en «pueblo nuevo» o «del 17 de abril», hubieron de instalarse en los campos para trabajar hasta la extenuación bajo la dirección del «pueblo antiguo», los campesinos obedientes a su vez hacia el Angkar, que todo lo veía y todo lo castigaba. La menor desobediencia o la enfermedad llevaban a la muerte. «El que proteste es un enemigo, el que se opone es un cadáver», «los enfermos no necesitan comer», «con el Angkar, es un salto adelante prodigioso», eran las consignas.

Desde una posición nacionalista los jemeres rojos se veían como herederos de los constructores de Angkor. Pero sin técnica y sólo a base de castigos y muerte, los proyectos de irrigación fracasaron, y entonces la represión recayó también sobre el «pueblo antiguo» y «los microbios» de la propia organización. Para detectar esos microbios creó Pol Pot centros de detención y exterminio como Tuol Sleng en Phnom Penh. Resultado: interminables autobiografías al modo de la Tercera Internacional, tortura y muerte hasta para los hijos menores de los detenidos. En total, según Sliwinski, casi un millón de camboyanos ejecutados y un millón muertos de hambre sobre ocho millones. Fue el balance de su «radiante revolución».

 La caída

EL PAÍS - Viernes 3 abril 1998 - Nº 700

JUAN JOSÉ MILLÁS

Sentado en el borde de la cama, como cada día a esas horas, pactó con la realidad los límites de la jornada y luego se dirigió al cuarto de baño para comenzar a cumplir su parte del trato. Se duchó y se afeitó, pues, como un hombre real, se colocó encima un traje verdadero y tomó un autobús auténtico en la esquina de costumbre. Llevaba tanto tiempo realizando los mismos gestos que ya no se acordaba casi de la época en que había sido irreal ni lograba explicarse el porqué de esa caída en el universo de las cosas evidentes. Tal vez al dar un traspiés se había colado por alguna rendija que comunicaba ambas dimensiones. En cualquier caso, no renunciaba a encontrar el camino de vuelta. Mientras tanto, disimulaba su condición impalpable para no levantar sospechas.

Esa mañana había en la oficina una atmósfera algo turbia: despedían a un compañero que estaba a punto de llorar frente a los canapés de caviar sintético con los que la empresa se lo quitaba de encima. Cuando fue a abrazarle, el despedido le confesó: «Tengo una sensación de irrealidad insoportable, como si todo esto le estuviera sucediendo a otro». «A lo mejor me está pasando a mí», pensó el hombre irreal súbitamente esperanzado. Hubo discursos, más canapés y un diploma para la víctima. El hombre inexistente, en un aparte, dijo a su colega: «En confianza, yo soy irreal, lo más probable es que me estén despidiendo a mí, no te preocupes».

El otro volvió a casa, le contó a su mujer que todo había sido un malentendido, e insistió en ello durante las semanas siguientes, pese a que nunca le permitían entrar en la oficina.  Cada mañana, sentado en el borde de la cama, pactaba con la irrealidad las incidencias de la jornada y luego se pasaba el día buscando la rendija por la que había caído de una a otra dimensión.

 El hombre que despreciaba la riqueza

ABC - Martes, 14 de abril de 1998

Por Luis Ignacio PARADA

Diógenes de Sínope, ya saben, el filósofo griego que vivió cuatro siglos antes de nuestra Era, dormía en un tonel y buscaba hombres a la luz de un candil –más conocido por el nombre de Diógenes el Cínico para diferenciarlo de Diógenes Laercio, historiador compatriota que vivió siete siglos después – odiaba a los ricos y criticaba todo lo que pudiera significar lujo u ostentación.

Dice la Historia que vivió amargado porque hubo de sufrir el destierro con el que fue castigado su padre, Jefe de la Moneda, precisamente por falsificar moneda. Pero lo cierto es que desarrolló un estilo de vida absolutamente espartano.

Si sería enfermiza su renuncia a los bienes materiales que un día, viendo cómo un niño bebía agua de una fuente utilizando el hueco de su mano tomó una decisión histórica: «Este niño me hace ver que conservo todavía algo superfluo»– dijo. Y rompió la escudilla de barro en la que solía beber.

El pobre Diógenes se escandalizaría hoy si viera unos datos que acaba de hacer públicos la Comisión Europea según los cuales si llamamos 100 al poder adquisitivo medio de la UE, el poder adquisitivo de los luxemburgueses es de 162; el de los norteamericanos, de 144; el de los japoneses, de 118; el de los alemanes, de 109,5; el de los italianos, de 102,4; el de los ingleses de 96,2, etc. Los españoles nos conformamos con el 77 por ciento. O somos unos cínicos o nos sobra la escudilla.

 ALEMANIA

ABC - Sábado, 18 de abril de 1998

Por Luis Alberto de CUENCA 

Debió de ser en quinto o en sexto de bachillerato, cuando los años duraban siglos y el mundo se estrenaba cada mañana. Mi padre me llevó por primera vez a Alemania, a la Feria del Juguete de Nuremberg, capital de Franconia y segunda ciudad de Baviera.

Veníamos de París. Era un mes de febrero helado. Yo, desde muy pequeño, había sido germanófilo. No sé muy bien por qué, pero tampoco pienso ir al psicoanalista por eso. Tal vez porque en los tebeos de «Hazañas bélicas» los alemanes no eran tan malos como en las películas americanas, y Boixcar, el genial dibujante de la serie, me había bombardeado el subconsciente con aquellos primeros planos de alemanes valientes y serenos, comprensivos, leales, que no tenían más remedio que irse al frente de Rusia a hacer la guerra, pero que hubiesen preferido quedarse en Düsseldorf o en Dresde cortejando a sus novias o doctorándose en Astrofísica.

Tal vez porque en los libros de Historia de España (entonces se estudiaba esa materia) los alemanes no aparecían nunca como enemigos nuestros (y cuando aparecían, había unos alemanes enfrente y otros alemanes de nuestra parte como en el caso de la guerra de religión). Tal vez porque mi padre, que era y es un «fan» de los trenes eléctricos y de los juguetes en general, iba mucho a Alemania a las ferias «ad hoc» y volvía cargado de cosas «made in Germany» que hacían las delicias de la familia, desde utensilios de cocina hasta juegos de naipes y soldaditos medievales de plástico (que yo prefería llamar «guerreros», porque lo de «soldados» me parecía demasiado «moderno») y coches teledirigidos y cajas de música y cualquier género de objetos que, por inencontrables en la España de los años cincuenta y sesenta, se nos antojaban maravillosos. Tal vez por otras causas que ahora se me escapan. Lo cierto es que, desde niño, he sentido por Alemania un cariño muy especial.

Me deslumbró la ciudad de Nuremberg y regresé a la patria con nuevos bríos germanizantes. Allá en el fondo de mi alma, sensible siempre a los temas históricos (¡qué le vamos a hacer!), Alemania se me representaba como la heredera de Roma. No cabe duda de que el Imperio Carolingio, y más tarde el Sacro Imperio Romano-Germánico, perpetuaba la idea imperial romana, que se prolongó incólume a través de los siglos hasta que el brote –o, más bien, erupción– de los nacionalismos dio al traste con el proyecto europeo por excelencia.

Carlomagno procedía de Austrasia, o sea, de la parte oriental de su Imperio, correspondiente, más o menos, a la actual Alemania, mientras que Austria, la parte occidental, venía a coincidir con Francia. Fue en el crisol del renacimiento carolingio donde se fundieron por vez primera los tres elementos constituyentes de Europa: lo grecolatino, lo germánico y lo judeocristiano. En esa línea argumental, la misión de alumbrar –en su doble sentido de «dar a luz» y de «inundar de luces»– Europa, de proporcionarle un sentido y una razón de ser, me parecía entonces privativa de Austrasia, o sea, de Alemania, y me lo sigue pareciendo ahora, tantos años después. Por otra parte, el curso de la Historia discurre en esa dirección, lo que abona mi parecer, pues ha sido Alemania el país más decididamente alentador de la unión europea, largamente añorada y hoy en camino de convertirse en plena realidad.

(Este paréntesis va dedicado a todos los que oyen la palabra «Imperio» y se echan a temblar. Y también a los que identifican esa palabra con la cuadrilla de psicópatas que ocuparon el solio imperial romano y de cuyas «hazañas» nos informan Tácito y Suetonio, o con el cutre Imperio español del nacionalcatolicismo franquista, o con el lamentable Tercer Reich de la intolerancia racial.  Quisiera dejar claro a esas personas que, en mi uso privado y peculiar, «Imperio» no es un término que aluda a una realidad agresiva y reaccionaria, sino a un espacio supranacional cortés y tolerante, integrador y laborioso, pacífico y pacificador. En ese marco de adjetivos, positivos e innocuos, sitúo yo la palabra «Imperio».)

Tras aquel iniciático viaje norimbergués, he vuelto varias veces a Alemania: Munich, Frankfurt, Colonia, Aquisgrán, Tréveris ... Y siempre me he encontrado en mi propia casa. La última vez que he estado en mi segunda patria ha sido hace un par de semanas, inaugurando la primavera, que en el centro de Europa tiene un significado muy especial, pues el invierno es largo y poco luminoso, y el ánimo se siente cohibido y refrenado ante la gélida oscuridad. Había nieve en Munich, pero brillaba en la capital de Baviera un sol espléndido, lo mismo que en la ciudad hanseática de Bremen, que aún no conocía y cuyo delicioso centro histórico recorrí en compañía de mi buen amigo Manuel Fontán, evocándome sus rojos ladrillos los de algunas ciudades del norte de Inglaterra, como Manchester. La Casa de Hannover no reinó en Gran Bretaña en vano.

No deja de ser curioso que, siendo yo tan germanófilo, me sean tan ajenas las dos grandes aportaciones alemanas a la cultura occidental común, a saber, la filosofía y la música. El pensamiento abstracto no se hizo para quien escribe estas líneas. Cuando Pitágoras hablaba de la armonía de las esferas, no lo hacía pensando en tipos como yo, impermeables a los edenes auditivos. Pero lo germánico no es tan sólo la música de «ese teutón llamado Wagner» (a quien el inefable Marqués de Bradomín incluyó, junto al amor de los efebos, en el catálogo de sus limitaciones personales), ni el imperativo categórico kantiano, ni la dialéctica de Hegel trastocada por Marx. Lo germánico es, en el altar de mis devociones más íntimas, un rosario formado por el «Minnesang» trovadoresco, el «Cantar de los Nibelungos», Hans Sachs, el viejo Goethe, los hermanos Grimm, Franz Kafka, michael Ende y los enormes cineastas Robert Wiene, Fritz Lang y Friedrich Wilhelm Murnau, por mencionar tan sólo la primera sarta de cuentas del rosario. En lo que atañe a los pintores, me quedo con Albrecht Altdorfer (¡su soberbia batalla entre Darío y Alejandro de la Picanoteca muniquesa!), con el simbolista suizo Arnold Böcklin (mi noción de «Deutschtum» o  germanidad trasciende las fronteras actuales de Alemania) y con el inmensurable paisajista romántico Caspar David Friedrich, por ceñirme sólo a tres nombres.

La ejemplar librería del llorado don Antonio Chiverto, en la madrileña calle de San Bernardo, abría los sábados por la tarde. Pues bien, un sábado por la tarde de 1977 (por ejemplo), acompañado de Genoveva García-Alegre y de Alberto Fernández de Trocóniz, compré en Chiverto por quinientas pesetas un libro que se titulaba «Germania», publicado en Barcelona por Montaner ySimón en 1882.  Juan Scherr, su autor, trataba en ese libro, profusamente ilustrado, de la friolera de dos mil años de historia alemana. Démonos cuenta de que la unificación alemana acababa de producirse y de que había muchas ganas de referirse al pasado común de una nación que había andado repartida en mil y un Estados. No es de extrañar que proliferasen a partir de 1870 monografías de ese jaez.

En cuanto a «Germania», no es un libro difícil de obtener. Lo he visto muchas veces en mercado, e incluso existe una edición facsímil de las ilustraciones (no del texto) que publicó Erisa hace unos años y que acaso siga rodando por las estanterías de ocasión de los Vips.  En«Germania» puede encontrar el simpatizante los viejos y queridos tópicos gráficos de siempre, desde una brillantísima partida de caza a la que asisten Carlomagno y toda su familia una mañana estival cualquiera de finales del siglo VIII, hasta una imagen de Goethe pelando la pava con la alsaciana Federica Brion y otra de la coronación de Guillermo I de Prusia como emperador de Alemania en la Galería de los Espejos de Versalles el 18 de enero de 1871. Pero la Germania interior no aparece en el libro. La lleva uno, no se sabe por qué, dentro de sí, muy cerca del corazón.

Un cuento de relojes

La Nación - Domingo 12 de abril

Para ahorrar energía eléctrica, las autoridades de Santa Bernardina del Monte dispusieron que a la hora cero del día veinticinco los relojes se atrasaran una hora, pasando a marcar las veintitrés horas del día veinticuatro.

De este modo la gente que tuviera que levantarse a la hora siete del día veinticinco no tendría que prender ninguna luz, ya que en realidad serían las ocho y el sol estaría ya en plena actividad.

Cuando llegó el momento –la hora cero del día veinticinco– la gente de Santa Bernardina del Monte, obediente como era, atrasó sus relojes una hora. Fueron entonces –volvieron a ser– las veintitrés horas del día veinticuatro. Una hora después, los relojes volvían a marcar la hora cero del día veinticinco. La gente de Santa Bernardina del Monte, obediente como era, atrasó sus relojes una hora.  Volvieron a ser entonces las veintitrés horas del día veinticuatro. Una hora después, los relojes volvían a marcar la hora cero del día veinticinco. (...)

Tres días después del cambio de hora, un funcionario del gobierno central que pasaba por el pueblo interpretó la actitud de los lugareños como huelga general por tiempo indeterminado (...) diez mil soldados entraron con helicópteros y tanques a Santa Bernardina, aniquilando a los insurrectos”.

Santa Bernardina del Monte, Leo Maslíah, 1990.

Soledad

EL PAÍS - Domingo 19 abril 1998 - Nº 716

MANUEL VICENT

Una tarde desolada de domingo, en el hotel de una capital de provincia, un hombre de mediana edad bebe a solas en la barra del snack bar mientras un pianista ratonero toca La vie en rose . En las butacas del vestíbulo unas señoras enjoyadas de la burguesía local están de tertulia alrededor de un café con leche y alguna bollería. Uno sólo debería morirse después de haber conocido a los pianistas de todos los hoteles.

Este hombre, que es un ejecutivo muy viajado, ya ha pasado demasiadas tardes como ésta en ciudades desconocidas, fines de semana con las calles vacías, tumbado en la cama llena de periódicos, pinchando obsesivamente el mando del televisor, poseído por ese tedio que te obliga a entretenerte leyendo incluso las cartulinas con instrucciones, servicios y directorios que los hoteles dejan en la mesilla de noche. 

Después de tomar güisqui en el snack bar, cuando ya en la calle ha empezado a oscurecer, el hombre ha subido de nuevo a la habitación. La ventana da a un callejón sin salida donde hay varios antros con luces rojas. En la madrugada oyó en el pasillo las risas de unas parejas que tal vez volvían de una fiesta y a estas risas siguieron algunos portazos y después de un silencio, al otro lado del tabique, comenzaron a gemir unos amantes. Los tacones de una mujer sonaron en la acera del callejón. Luego pasó el camión de la basura. También hubo algunos gritos en la puerta de los locales de alterne, pero a lo largo de todo el domingo ya no se produjo ningún sonido más. 

Al finalizar la tarde las señoras de la tertulia se han ido y el pianista sigue tocando para nadie. Ahora el hombre tumbado en la cama lee la sección de contactos del periódico local.  «Preciosa, sensual, cariñosa. Completo 8.000. Hotel.  Llámame». El hombre recuerda a aquella mujer que lo abandonó hace muchos años. Preciosa, sensual, cariñosa: así era ella también. Aún está llorando su ausencia pero bastaría con que marcara ese número de teléfono para que la chica volviera a sus brazos sólo por una hora.

 La muerte

 Vicente Verdú

El miércoles por la tarde entré a tomar un café en el bar David. Unos minutos después, cuando salí, vi reventado en la acera a un señor de mi misma edad. Llevaba un pantalón de lanilla gris y un de poco valor. Con el impacto se le había desprendido uno de los mocasines negros y enseñaba el pie envuelto en un calcetín fibra fina. Tenía la cabeza de perfil y era llamativo el abultamiento del globo ocular izquierdo presionado por la hemorragia en el interior del cráneo.

Sólo había tres personas en torno, dos hombres todavía desconcertados y una señorita en actitud profesional, usando el móvil. Parecía tan serena como si avisara al ayuntamiento de un escape mientras a sus pies, sobre la acera, manaba la sangre.

Acudieron más vecinos de los portales y uno quiso tomar el pulso al suicida para informarnos pronto de que, en su opinión, todavía vivía. No parecía, sin embargo, así: tenía la mirada absoluta de los muertos y los brazos dispuestos al estilo de la natación. Alguien lo entendió así también y cubrió el cuerpo con una gran lona sucia de color vainilla.

A continuación, finalizada esta maniobra, algunos nos fuimos alejando poco a poco y tal como si hubiéramos asistido a una dura pero conocida escena de cine o televisión. Incluso cuando quise contarlo después, a unos y otros, advertí en mí un esfuerzo para enfatizar lo que apenas me parecía extraordinario. Así me soprendí tres veces, por lo menos, hasta que, a eso de las once de la noche, se me presentó el cadáver caliente, con el ojo exorbitado y desbordante de horror.

Prácticamente igual que sucede con la feliz punzada de un amor súbito, su feroz insistencia impide pensar humanamente en nada más.                  

[EL PAÍS, Sábado 20 marzo 1999 - Nº 1051]

Alguien lo deletrea

EL PAÍS - 21 abril 1998 - Nº 718

JOSÉ-MIGUEL ULLÁN

El frío del pasado: hablaba. Hablaba con viveza aquella noche de primeros de agosto del 96, en su casa-jardín-biblioteca de la ciudad de México, sobre lo divino y lo humano. Es y no una expresión en este caso. Era como el retoque, fluido y concluyente («Conversar es humano»), a un verso que leyera en portugués: «Conversar es divino». Hablaba con pasión de la ciencia, al par que se indignaba ante el «desinterés manifiesto de los escritores de hoy día» hacia ese espacio enorme de conocimiento y, «¿por qué no decirlo?», de poesía. Hablaba del porvenir de su revista, Vuelta. Hablaba de los gatos de María Zambrano y de los gatos de su esposa, Marie Jo, divididos por ésta, sin echar de casa a ninguno, en gatos de interior y gatos de exterior, pero que gateaban por igual, de uno u otro lado de la puerta, entre las rendijas de una tela metálica.

Hablaba de Matta, Soriano y Balthus. Hablaba de Pita Amor y de Lupe Marín, con lujo de detalles sobre los disfraces.  Hablaba del «maléfico» Unamuno y del «sufriente» Westphalen. Hablaba de una novela de Gustavo Martín Garzo que le había emocionado: El lenguaje de las fuentes.  Hablaba, al regresar a Balthus, de los Saboya. Hablaba del subcomandante Marcos: «Ganó el primer round. Pero ahora reproduce la misma trampa que inventó la Iglesia católica: resulta que su reino no es de este pinche mundo, donde se lucha por asentar sistemas democráticos y parlamentarios, porque ellos, redentores, no se ensucian con las bajas tareas de las reglas del juego, porque ellos tienen la exclusiva de lo moral. Da lástima ese simplismo demagógico, redoblado de un epistolario apostólico, vía Internet, que es de lo más cursi que ha producido nuestra lengua».

Hablaba de la gran tachadura sobre el mapa del comunismo:

«Lo grave es que las razones que hicieron que surgiera el marxismo todavía siguen ahí». Hablaba de enero de 1968, cuando nos conocimos: «¿Qué fue de aquel fotógrafo que vivía en París, Antonio Gálvez?» Hablaba de cierta poesía española: «Es puro realismo capitalista, anecdotario de señoritos. ¡Y qué críticos la ensalzan! No leyeron a Rilke. El acontecer vivencial sólo adquiere calidad de huella poética cuando, al cabo del tiempo, se descubre que aquello ha dejado algún poso, un sedimento que reclama decirse».  Hablaba de Díaz Dufoo («Es espantoso: los jóvenes escritores mexicanos no lo conocen»), también de Alfonso Reyes, Pablo Neruda, Luis Cernuda y Julio Torri: «Él me consiguió el primer empleo que tuve». Hablaba de lo que aún tenía que escribir sobre esto o aquello.

Hablaba con inteligencia y amenidad, visiblemente temeroso de caer en la repetición, de darle a la amistad su pizca de tedio. Vano temor: preguntaba, se reía, recurría a añadidos fulminantes, a borraduras repentinas de lo acabado de decir, ahora mismo, alguna vez o siempre («el presente es perpetuo»), contradictorio y lúcido, porque entonces caía en otra cuenta. Y, sin embargo, de lo que más habló aquella noche sí era estricta repetición, obsesiva, literal casi, de otras dos conversaciones pasadas. La primera, en el mismo lugar, varios meses antes. La segunda, en la primavera de aquel mismo año, 1996, cuando estuvo en Madrid por última vez para dialogar en público con su Quevedo. En las tres ocasiones mencionadas, habló largo y tendido, excitado incluso, de aquel viajero español del siglo XV, Ruy González de Clavijo, que se armó de valor y de curiosidad para fijarse como destino un recorrido fascinante, ilimitado o casi, atravesando las estepas asiáticas con el fin de poder conversar con lo verdaderamente otro, lo ajeno por excelencia, representado en cuerpo y alma por el terribilísimo Timur Lang.

Hablaba de un viaje convertido en un libro inolvidable, donde cada palabra ha de nombrar lo recién descubierto y contagiar nuestra mirada de imágenes inéditas, de nuevos pensamientos y sensaciones. Hablaba de un viajero excepcional, que desea saber mucho más, sobrepasar lo circundante, y que avanza, a galope, hacia lo intacto, fuera de sí, pero reflexionando sobre la marcha, anotando cuanto descubre, transformándose y transformando nuestra manera de llegar a verlo sin verlo.

Octavio Paz, además de gran escritor, era conversador con garra y gracia. Riguroso en su centro, revivía desde dentro el viaje. A cada repetición era más Clavijo, más Timur Lang, más relato gozado y sufrido, más sueño de una huida en busca de algo nuevo de verdad, aunque fuera para poner en tela de juicio, al término -otra conversación-, novedad tal. Relatar esa aventura del conocimiento era vivirse y desvivirse, encarnarse y desencarnarse en un mismo deseo de internarse y ahondar.

Hablaba... Hoy me siento incapaz de referirme a lo que habló más tarde, desde el incendio a la enfermedad, desde la mudanza al saber que la Muerte rondaba por Coyoacán:

«¡Tengo frío!» Vuelvo, entre oscuras pausas, al poema Piedra de sol, donde dos amantes, también viajeros, se abrazan en Madrid, 1937, bajo los bombardeos de los fascistas: «Los dos se desnudaron y se amaron / por defender nuestra porción de tiempo y paraíso». Porque allí mismo enlaza ese saberse combatiente en todo, contra viento y marea, con la imagen de todo liberada: «Un siempre estar ya nada para siempre».

Hablaba Octavio Paz de hermandad: «Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: / también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea».

Hablaba de este instante.

Chico cortés, virus voraz

EL PAÍS – Sábado  10 abril  1999 - Nº 1072

El creador del ‘Melissa’, despedido de su empresa tras comparecer ante el juez.

David tenía pocos amigos y apenas salía. Estudiaba mucho y bien, porque su timidez le dejaba tiempo libre y porque su pasión por la tecnología y la informática le habían permitido una concentración envidiable. Ahora, con casi 31 años, David L. Smith es autor del virus más mortífero técnicamente hablando de la informática: el Melissa. Lejos de la imagen underground del clásico pirata informático, Smith tiene aspecto de buen chico, aplicado y respetuoso.

Smith trabajaba en una minúscula compañía de programadores subcontratada por AT&T, el gigante de las telecomunicaciones.  Toda su vida la había pasado en una zona urbana y algo decrépita de Nueva Jersey retratada por su conciudadano más conocido, Bruce Springsteen. Diez años antes, las grandes empresas se habrían rifado a Smith, pero acabó estancado en un tedioso empleo. La diversión, para él, empezaba después.

Hace meses, un vecino llamó a la puerta de David, a quien todos ven como cortés, pero poco comunicativo. El vecino era representante de televisión por satélite y quería ofrecerle, como amigo, que instalase una pequeña antena digital. Una ganga: cientos de canales a precio irrisorio. Irresistible. El vecino no se lo podía creer cuando David le dijo: “Muchas gracias, pero veo poco la tele. Tengo mis ordenadores”.

Dicen sus abogados que la prueba de que no merece 75 millones de pesetas de pesetas de multa y hasta 40 años de cárcel es que el Melissa es un virus inocuo. Se esparce y es imparable, pero no borra datos ni roba información.

El 26 de marzo, David pulsó una sola tecla en su ordenador e inoculó el Melissa en Internet. Horas después, algunas de las compañías más importantes del mundo (incluida Intel, principal fabricante de procesadores) se mostraban desbordadas. No pasaba nada grave, pero los sistemas se bloqueaban: el virus leía las direcciones de correo electrónico de los empleados y se enviaba a sí mismo escondido en mensajes que llegaban con un remitente conocido. Decenas de miles de ordenadores en todo el mundo han recibido el regalo.

Su falta de picardía y su inexperiencia como delincuente le llevaron a errores imperdonables. Usó una cuenta de acceso a Internet que dejaba huellas de elefante y, por si fuera poco, un defecto en un programa de Microsoft hizo aún más fácil su localización: la compañía de Bill Gates incorpora un número secreto en todos los archivos con sus programas, y ese número estaba en el archivo del virus. Las protestas de los grupos defensores de la privacidad han hecho que Microsoft anule esa función, pero eso llegó demasiado tarde para Smith.

Nervioso, agobiado porque el FBI le iba detrás, Smith hizo lo que jamás imaginó: arrojó a la basura sus ordenadores, sus discos y sus archivos. Se marchó a casa de su hermano esperando que fuera un escondite más seguro, pero al poco tiempo vio la casa rodeada por más de 10 coches camuflados. Minutos después entró esposado en comisaría. Sólo fue puesto en libertad con una fianza de más de 15 millones de pesetas.

David compareció el jueves ante un juez del condado. La audiencia duró sólo 15 minutos: el juez simplemente leyó los cargos. Smith estaba serio y con gesto triste. Sólo dijo “sí, señor” cuando el juez le preguntó si entendía que los delitos cometidos eran graves. Cuando llegó a casa supo que estaba despedido.

 Con Aranguren

EL PAÍS – Miércoles 6 octubre 1999 - Nº 1251

ELÍAS DÍAZ

Cuando en 1939 terminaba la guerra civil, semanas después, Aranguren cumplía los treinta años. Había estado en el bando de los vencedores en destinos que, también por razones de salud, le permitieron no disparar un solo tiro a lo largo de ella. Procedía de una familia y de un contexto social que él mismo calificaba más bien como de derechas, con buen nivel económico y moderadamente conservador. En todo ese tiempo y hasta bien avanzados los años cuarenta, con un talante mucho más propenso al estudio, a la lectura, a su dedicación a la tarea intelectual y muy poco o nada a la política, no se inicia en él lo que luego será un progresivo cuestionamiento de los postulados de fondo del régimen dictatorial impuesto en nuestro país como resultado de aquella guerra.

Estos son, y fueron, hechos sobradamente conocidos desde siempre. Ni él lo ocultó nunca, imposible hacerlo, ni sus mejores discípulos lo han tomado complacientemente como algo menor o como algo casi irrelevante en su biografía: al contrario, las críticas implícitas o explícitas eran por ello firmes y frecuentes. Estuve muchísimas veces con Aranguren, en cursos de verano y de invierno, y jamás le hablar de aquel tiempo suyo con propósitos de autoexculpación moral ni tampoco, menos aún, habiendo tantas muertes por medio, como algo trivial o de intrascendente recordación. Sin pretender formar bandos a propósito de él, en la polémica de estos últimos meses estoy, para qué ocultarlo, con (a favor de) Aranguren.

Los que, con voluntaristas esperanzas democráticas, éramos jóvenes estudiantes universitarios en los años cincuenta, y luego jóvenes profesores en los sesenta, estimábamos de entre los intelectuales que tenían voz aquí, en el interior, la obra, los escritos y las palabras, de gentes de la generación anterior como Laín, Marías, Aranguren, Tierno, Maravall, Ruiz Giménez, Tovar, Ridruejo, Vicens Vives y otros más de esa, a la vez, plural y común significación.

La mayor parte de ellos, no todos, eran todavía adictos, incluso adalides, del régimen. Apreciarles, leerles y conocerles, para nada evitaba disentir de ellos, y discutir con ellos, contribuyendo así incluso a su propia liberación. Por supuesto que los filósofos y científicos sociales del pasado y del exilio español, junto a otras aportaciones foráneas (existencialismo, analítica, dialéctica), más lo que uno mismo iba empezando a cavilar, eran, con las grandes limitaciones derivadas de la situación dictatorial, el eficaz fermento y fundamento para esas fructíferas coincidencias y discrepancias.

Se habían publicado en esos tiempos, de Julián Marías, desde Historia de la Filosofía, ya en 1941, a Ensayos de teoría y Ensayos de convivencia (ambos en 1955). De Laín Estralgo, España como problema (1949) o La espera y la esperanza (1957). De Aranguren, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia (1952), El protestantismo y la moral (1954) o su Ética (1958). De Tierno Galván, El tacitismo en las doctrinas políticas del siglo de oro español (1948), Sociología y situación (1955) o La realidad como resultado (1956). De Tovar, la Vida de Sócrates (1947), o de Dionisio Ridruejo, la recopilación En algunas ocasiones. Crónicas y comentarios 1943-1956, editados conjuntamente ya en 1960. No son más que una pequeña muestra de obras que, recuerdo, me (nos) fueron muy útiles, así como también otras de historiadores y sociólogos o de poetas, novelistas y dramaturgos.

A pesar de todo, a pesar de la dictadura, no todo era igual en la España de aquellos años: diferenciarlo, sin fundir ni confundir las cosas y las personas, es –me parece– una obligación, moral y científica, de quien estudie y quiera hoy comprender bien todo aquello. Leer esos u otros similares libros abría perspectivas, incitaba a la crítica, reconciliaba con la inteligencia, la cultura y el trabajo intelectual: en definitiva, contribuía positivamente a la necesaria reconstrucción de la razón.

Aranguren sería, en ese contexto, uno de los de mayor y más intensa influencia, también como inspirador de la filosofía ética contemporánea en lengua española. Tal actitud, partiendo de esas iniciales revisiones, iba de hecho a conducirles en el tiempo, desde los años sesenta de modo más explícito (alguno, por ejemplo, Tierno, lo había estado desde el principio) a evidentes compromisos sociales y políticos en favor de la libertad y la democracia.

El régimen, la dictadura, sus jerarcas, ministros y corifeos, es obvio, no veían con buenos ojos ni habrían de tolerar, faltaría más, semejante traición. Tenía que quedar ante todos rotundamente proclamado y denunciado que muchos de estos intelectuales, ideólogos se les llamaba, eran los antiguos camaradas, de la camisa azul y el brazo en alto, los antiguos franquistas oportunistamente disfrazados de nuevos liberales.

Viejas historias, sin duda. Pero no hay en verdad alternativa entre olvidar o asumir nuestro pasado si se quiere realmente superarlo y que el presente y el futuro se construyan desde el conocimiento y no la ignorancia, desde la libertad y la madurez crítica y autocrítica, no desde la inquisición, la ocultación o la distorsión.

De todos modos, otra cosa diferente a la ciencia, pero no forzosamente antitética, es la necesaria prudencia política y jurídica. La memoria siempre es fragmentaria y selectiva, lo cual implica ya valorar, cosa que inevitable y legítimamente todos hacemos. Pero hay, creo, que procurar que no cuenten sólo los malos fragmentos, estos también, o la selección negativa de unos u otros. Y, sobre todo, que el fragmento tenga conciencia de que lo es, de que es parte de algo más complejo y plural. Una vez más, es necesario recuperar la perspectiva de abierta y plural totalidad: la trayectoria entera de una persona, alegada y, con razón en los últimos debates sobre Bobbio o Aranguren.

No, pues, hagiografías acríticas de nadie, tampoco en este caso de Aranguren. No las necesita. Pero sí constatar y advertir, no es más que eso, que en los tiempos que corren esa fragmentación discriminatoria se puede estar hoy ejerciendo, me parece, con mucha mayor insistencia en unas direcciones que en otras, más bien regresivas, lo cual también es selectivo y expresión de su sentido en el mundo actual.

Así, por ejemplo, en nuestro país, lo que de Franco se viene resaltando con énfasis es su opción por un cierto desarrollismo capitalista o la institucionalización del Estado (negación del Estado de Derecho), cuando no, por increíble que parezca, su indirecto y solapado diseño de la transición o la vieja falacia de su acción salvífica de Occidente frente al comunismo.

Paralelamente, de los hispánicos fascistas, totalitarios y antidemócratas de toda la vida, y de todo el ciclo histórico de la dictadura, ya se sabe lo que son y, por lo tanto, parece pensarse, no vale la pena ocuparse de ellos, como si aquellas iniquidades se hubiesen producido y mantenido por sí solas, sin sustentos doctrinales y beneficios económicos de nadie. Por su parte, los tecnócratas franquistas están ya casi glorificados con el retorno actual del integrismo religioso y del economicismo cientificista. Lo mejor que se puede pensar de esta negativa situación es que todo deriva en definitiva, de que la izquierda es y debe ser siempre mucho más autocrítica.

[Elías Díaz es catedrático de Filosofía Jurídica y Política en la Universidad Autónoma de Madrid]

Las cosas como fueron

Faro De Vigo - Domingo, 7 de abril de 2002

FERNANDO DELGADO

Hace ya 30 años que conocí a Francisco Nieva. No sabía entonces, como ahora lo sé por su confesión, que su amanerada extravagancia provenía de la necesidad de sobrevivir a las imposiciones de una madre que lo quería genio, así que mi timidez de joven provinciano que acababa de llegar a Madrid se radicalizó mucho ante aquella mirada ambigua que yo no acababa de catalogar.

Pero la fascinación por lo que contaba este hombre de mundo, lo mismo de los corrillos de la banalidad que de los de la alta cultura de París o Venecia, y la facilidad con que manejaba igual los materiales de las vanguardias que los de la tradición, el humor que imponía a lo que contaba, y el modo mismo de contarlo, con tan preciso, rico y gracioso verbo, ejercía sobre mí, en tan temprana edad, un atractivo poderoso. No me importaba nada hasta dónde llegara la verdad de lo que contaba.

Pero años más tarde, cuando viví en Venecia, y pude conocer algunos de los personajes con los que Nieva trataba, llegué a la conclusión de que se quedaba corto. U entonces que pocos como él podrían escribir unas atractivas memorias. Y ahora acaba de publicarse Las cosas como fueron (Espasa) para confirmarme de sobra no sólo lo que sospechaba, sino que este libro constituye el mejor de los de su autor.

Y no sólo por el mundo fascinante que expresa y el lenguaje con que lo hace, sino por el modo descarnado con que se enfrenta a sí mismo este heterodoxo. Un relato tan divertido como hondo y directo en el que además se reflexiona con desparpajo crítico y lucidez sobre la vida, el arte o la España de su tiempo y que nos permite desentrañar una obra compleja como la suya y la intensa relación que tiene esa obra con la vida de su creador.

Punto de partida – Descartes y Leibniz

Julián Marías, de la Real Academia Española

ABC  - 28 de marzo de 1996

En octubre de 1931, en mi primer curso de Filosofía, con Zubiri, leí la «Monadología» de Leibniz.  El año siguiente, en la cátedra de Metafísica de Ortega, leíamos y comentábamos el «Discurso del método» de Descartes, que nació en 1596, hace exactamente cuatro siglos. Fueron los dos primeros textos clásicos filosóficos que devoré, acompañados de algunos libros de la «Metafísica de Aristóteles».

Cuando todavía era estudiante, a los veinte años, encontré en una librería de ocasión de Madrid –y compré con el poquísimo dinero que tenía– una espléndida edición en diez volúmenes, en latín, de las obras completas de Descartes (Amsterdam, Typographia Blaviana). En rigor, la primera edición del gran filósofo, impresa al final del siglo XVII, ya que su último volumen era la «editio princeps» de las «Regulae ad directionem ingenii», de 1701. La encuadernación es de la época, y lleva grabados, entre ellos el retrato del autor. Recuerdo esto porque tiene interés saber que en el filo de los siglos XVII y XVIII alguien tenía en Madrid las obras completas, en latín, de René Descartes.

Poco después, en plena guerra civil, se cumplió el tercer centenario de la publicación del «Discurso del método» en 1637. En París se celebró un famoso Congreso Descartes. En Madrid no se comía, se corría todo género de peligros, caían bombas de aviación y, todos los días, granadas de artillería, que impropiamente se llamaban «obuses». Uno de ellos, del famoso «quince y medio», entró en mi dormitorio, en un momento en que yo no estaba allí, y por eso lo cuento.

A pesar de todo esto, escribí un artículo sobre el genial libro de Descartes, y lo publiqué en uno de los escasos números que aparecieron de «Blanco y Negro» (también escribí allí sobre mi amigo el poeta mallorquín Rosselló Pórcel, que había muerto, y sobre Unamuno, que murió el último día de 1938).

Y por aquel tiempo, o poco después, traduje y comenté extensamente el «Discurso de metafísica», de Leibniz. De ambos autores me ocupé con amplitud en la «Historia de la Filosofía» (enero de 1941), en «Biografía de la Filosofía» (1954) y todavía añadiría un largo ensayo de 1950, «Los dos cartesianismos», en que recuerdo haber dicho –en honor de Descartes– que no había cartesianos, y si se miran bien las cosas nunca los había habido.

Sin olvidar, por supuesto, a Aristóteles, a quien debemos una inmensa porción de las ideas con que seguimos viviendo, creo que Descartes y Leibniz han sido dos de las mentes más claras de la historia universal, y han sido el verdadero punto de partida de cuanto se ha pensado con rigor desde el siglo XVII, el gran siglo creador, en gran medida diluido, dilapidado y destruido durante el siguiente, con efectos que llegan hasta nosotros.

Por diversos azares históricos, ni Descartes ni Leibniz tuvieron verdaderos continuadores. El primero, a pesar de sus éxitos y su fama, experimentó demasiados contratiempos, fue discutido –y entró excesivamente en la discusión, lo que casi siempre es un error–, con frecuencia mal entendido y, sobre todo, pronto se olvidó lo que era realmente importante en su pensamiento y se retuvo sólo lo muy secundario.

En cuanto a Leibniz, la mayoría de sus escritos no tuvieron constancia pública ni verdadera eficacia mientras vivió, y cuando al fin se editaron –una fracción de ellos, por cierto– habían pasado muchos años, llegaron a destiempo, y otras formas de plantear los problemas se deslizaron y desplazaron lo que podía haber sido algo extremadamente fecundo.

He señalado alguna vez que el hecho de que los «Nouveaux Essais», escritos a comienzo del siglo XVIII, en respuesta a Locke, no se publicaran hasta 1765 (!) tuvo decisivas consecuencias, no sólo para la filosofía, sino para la historia general de Europa, y por tanto del mundo entero.

Descartes y Leibniz pensaron larga y luminosamente sobre dos conceptos que nuestra época tiende a olvidar, que tiene relegados a un rincón de la mente: razón y verdad. Lo que Descartes llamaba «raison» o «bon sens» –y es interesante la equivalencia que deslizó en sus escritos– ocupa el centro de su pensamiento. Leibniz usó con asombrosa maestría la razón, la analizó, desde la matemática hasta la metafísica, sin olvidar la teología, y se detuvo largamente en la noción de verdad: recuérdese su esencial distinción entre las «vérités de raisón» y las «vérités de fait».

Si algo es urgente en este momento es volver a partir de Descartes y Leibniz. Digo, claro es, «partir»; precisamente eso, no quedarse en ellos. Si nunca hubo, por fortuna, cartesianos ni leibnizianos, ¿va a haberlos ahora? Lo que pasa es que los llevamos dentro, y hay que preguntarse cómo, de qué manera. Ortega, como siempre, los repensó y los hizo revivir. Los que fuimos estudiantes en sus cursos de 1932 y 1933 recibimos lo que era el germen más vivo del pensamiento cartesiano, lo que se podría llamar su «injerto». Por desgracia, no escribió lo mucho que dijo sobre él. En cambio, escribió en su madurez el prodigioso libro «La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva»; es muy probable que, ya entrado el siglo XXI, se descubra que había sido el gran libro filosófico del XX.

Ahora, el cuarto centenario del nacimiento de Descartes va a ser ocasión de que se hable interminablemente sobre él. Confieso mi temor: pienso que puede salir de ello una desfiguración más de su lúcido pensamiento, acaso una suplantación de él, una eliminación de lo que fue y puede ser para nosotros. Lo que circula con el nombre de filosofía, con algunas contadas excepciones, no permite demasiada esperanza.

El genial Husserl intentó, hacia el final de su vida, entroncar con Descartes. Sus «Meditaciones cartesianas», de evidente interés, lo acreditan. Pero lo hizo desde su propio idealismo, la forma más refinada de la actitud iniciada por Descartes. Y eso es precisamente lo que hay que evitar, lo que perturba la clarividencia cartesiana.

En estos últimos tiempos, los entusiastas de la fenomenología –yo lo soy y lo he sido siempre, y mi «Introducción a la Filosofía» (1947) está llena de Husserl, pero no formo parte del gremio– tienden a atribuir a Husserl algunas ideas que expresó en sus últimos años, pero se habían originado fuera del torso de su pensamiento, concretamente en España; identificar a Husserl con una tardía vicisitud, que venía a contrariar lo que siempre había considerado esencial, y que lo llevó a romper con sus más creadores discípulos, es un error insostenible.

No creo que haya forma mejor de recordar los cuatrocientos años del nacimiento de Descartes que releerlo –para muchos, leerlo por primera vez, no nos engañemos–. Y sería aconsejable que esa lectura se hiciera desde nosotros mismos, desde nuestros problemas efectivos, desde nuestras dudas, por radicales que sean. Descartes superó las suyas apoyándose en ellas, tomándolas en serio, ejerciendo implacablemente la razón. Este es el único cartesianismo posible.

horizontal rule

Impressum | Datenschutzerklärung und Cookies

Copyright © 1999-2018 Hispanoteca - Alle Rechte vorbehalten